Image: Un oficio del siglo XX

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Ensayo

Un oficio del siglo XX

Guillermo Cabrera Infante

1 septiembre, 2005 02:00

Guillermo Cabrera Infante. Foto: Begoña Rivas

Alfaguara. Madrid, 2005. 551 páginas, 16 euros

Entre 1954 y 1960, mientras Cuba conocía el ocaso de Batista, el triunfo de la revolución y la rápida evolución del nuevo régimen hacia una dictadura comunista, el entonces veinteañero Guillermo Cabrera Infante ejerció la crítica de cine, primero en la revista Carteles y luego en el periódico Revolución.

Pero ese contexto cambiante apenas tiene reflejo en la selección de críticas que el escritor dio a la imprenta en 1973 bajo el título Un oficio del siglo XX. Al menos, explícitamente: una de las consecuencias palpables de la colaboración periodística extendida en el tiempo es que acaba siendo una bitácora de la evolución del alma de quien la ejerce y de la percepción que éste pueda tener del mundo circundante. Así, en estos textos de cine aparentemente desconectados de la dura cotidianidad entrevemos el paso del cosmopolitismo ligero de los ambientes cultos de la Habana precastrista al inevitable empacho proselitista posterior. Por fortuna, "G. Caín", el alter ego de Cabrera Infante que firma estas crónicas, no llega a traspasar la invisible frontera que separa ambas actitudes ante la vida y el arte. De hecho, pronto consumaría su ruptura con el régimen. Y resulta significativo que esta compilación se hiciera mientras meditaba ese paso decisivo.

Un oficio del siglo XX es, ante todo, el mapa tentativo de un vasto universo sentimental. Para "Caín", el cine es el gran arte del siglo XX, su mayor y casi exclusivo proveedor de mitos y el termómetro más fiable para detectar los cambios en la sensibilidad colectiva. Y, si bien el crítico siente un genuino interés por las manifestaciones de este arte en distintos países, no desaprovecha ninguna ocasión para afirmar que la mayor y mejor cinematografía del mundo es la norteamericana. Vista desde un punto de vista no muy distinto al que sostenían sus coetáneos colaboradores de Cahiers du cinéma, aunque con matices propios: "Caín", por ejemplo, tiene palabras de apreciación para guionistas, directores de fotografía, actores, etc., y no practica el cerrado concepto de autoría preconizado por los jóvenes críticos franceses, restringido al director.

Más interesante resulta el tono y la actitud con que el autor se dirige a sus lectores. En más de una entrevista posterior, ya en el exilio, se lamenta Cabrera de la pérdida de su público natural, el lector habanero. Seguramente no ignoraba que ese público no podía ser sino una invención, como ponen de manifiesto estas páginas, dirigidas a un lector que no es sino un fiel trasunto del crítico: culto, frívolo, cosmopolita, curioso, epicúreo y algo propenso a la melancolía y a la nostalgia de un pasado perpetuamente reinventado. Ante ese lector cómplice "Caín" es capaz de postular el advenimiento de un nuevo romanticismo, reacción natural a los secos "neorrealismos" que habían ocupado las cinematografías de la posguerra. Vértigo, la película de Hitchcock por la que "el cronista", como gusta llamarse, siente una declarada predilección, se presenta como buque insignia de este movimiento nonato.

Pero este voluntarismo no resta lucidez al crítico: por el contrario, parece fruto lógico de su tendencia a enmarcar cuanto ve en los grandes flujos estéticos e ideológicos de su tiempo. En este sentido, cada crónica de "Caín" es un cumplido ensayo sobre la cuestión central del film del que se ocupa, ya sea el mundo de Tennessee Williams o los retos a la moralidad establecida que significaron, en su día, filmes como ...Y Dios creó a la mujer o Lolita. Que "Caín", al mismo tiempo, fuese forjando un estilo personal, y hasta adiestrándose en el ejercicio del juego de palabras, su marca de fábrica, no parece sino una secuela inevitable. Y es curioso que este Oficio... provisional no fuese sino un modo de aprender el otro oficio, el definitivo.