Ensayo

El universo eléctrico

David Bodanis

27 julio, 2006 02:00

Faraday

Traducción de J. M. Madariaga. Planeta. Barcelona, 2006. 304 páginas, 17’50 euros

En estas mismas páginas dimos noticia de otro libro de Bodanis, E = mc2 (Planeta, 2002), en el que trazaba la biografía de aquella universalmente famosa fórmula de Einstein. Ahora, con el mismo toque de amenidad, sin pérdida de rigor, que conviene a una obra de divulgación, nos mete en una especie de saga, "la sorprendente aventura de la electricidad".

Empieza su relato en la última década del siglo XVIII, cuando Volta "fabrica" la primera pila poniendo a uno y otro lado de su lengua un disco de cobre y otro de cinc y uniéndolos con un alambre. Ese, el cable, se convierte en esta primera etapa en el instrumento portador de la electricidad. Con él, construye Henry en 1830 un electroimán capaz de levantar grandes pesos y, como no puede explicar muy bien por qué pasaba eso, se le ocurrió inventar el telégrafo. Graham Bell, que aprende de una joven sorda que llegó a ser su esposa cómo las vibraciones de las cuerdas vocales producen sonidos, creó el teléfono. Edison lo plagió y mejoró para poder enviar mensajes a miles de kilómetros; pero además inventó la bombilla, la electricidad empezó a llegar a todas partes, incluso al hogar, y los victorianos, pese a no vislumbrar muchas ideas, pudieron disponer de teléfonos, telégrafos, tranvías y motores; el mundo comenzó a cambiar.

Fue J. J. Thomson quien, al hacer versiones ampliadas de las bombillas y utilizar electroimanes para controlar lo que salía de los filamentos, descubrió los electrones: un siglo después de los primeros ensayos empezaba a entenderse lo que pasaba dentro de un cable. Pero no bastaba. Ya a mediados del XIX se descubre que la electricidad que chisporroteaba por los cables no se movía por sí misma sino que era impulsada por una corriente de ondas ocultas que recorren todo el espacio. En torno a cada uno de los electrones había un invisible campo de fuerzas y no son los electrones los que viajan por el cable sino esos campos que los agitan cuando los encuentran en él.

Maxwell percibió que los campos poseían una estructura con dos partes, eléctrica y magnética, y cada partícula eléctricamente cargada es centro de un enorme campo que se extiende al exterior. En 1887 Hertz, al construir un detector para localizar a dónde iban a parar las ondas del campo electromagnético, dio nacimiento a una tecnología que Marconi utilizó para transmitir a distancia sin cables de conexión. Tal vez este paso de los cables a las ondas marque el final de la era victoriana: la concepción de electrones como bolas duras condujo a los teléfonos, las bombillas y los motores eléctricos; la concepción ondulatoria de Faraday y Hertz, a la radio y el radar. Llegado el siglo XX, el descubrimiento de que los electrones podían saltar en el espacio y aparecer en otros lugares abrió el camino hacia una máquina de pensar, la que en 1920 empezó a llamarse computadora, al ordenador universal de Turing, el transistor, los microchips de los teléfonos móviles, aviones, televisión y, en tiempos muy recientes, al papel de la electricidad en nuestro cuerpo y particularmente en el cerebro.

Toda una historia, como se ve, llena de acontecimientos y de personajes que aparecen aquí retratados con toda su genialidad y también, a veces, con sus pequeñas miserias o con ribetes más o menos pintorescos. El libro es así una atrayente colección de estampas sabiamente entrelazadas. Véase como ejemplo curioso la transcripción de las escuetas frases que Hertz estampa en su diario en enero de 1891. Día 14: "Ha nacido mi hija; tanto su madre como ella están bien". Día 16: "He cargado el electrómetro". Día 18: "Prueba de un condensador para la transmisión de electricidad".