Ensayo

Nosotros, los modernos

Alain Finkielkraut

26 octubre, 2006 02:00

Alain Finkielkraut. Foto: Archivo

Traducción de Miguel Montes. Encuentro. Madrid, 2006. 312 páginas, 24 euros

Nunca ha sido Alain Finkielkraut (París, 1949) un pensador complaciente con la ortodoxia reinante. En El nuevo desorden amoroso (1977), su primer libro, escrito en colaboración con Pascal Bruckner, venía ya a poner en solfa uno de los grandes mitos del utopismo revolucionario, el de la liberación sexual. En El judío imaginario (1981) volvía a incomodar a la nueva Europa con la pregunta de hasta qué punto el anti-
semitismo seguía siendo su asignatura pendiente. En La derrota del pensamiento (1987) Finkielkraut arremetía ferozmente contra el reforzamiento mutuo de infantilismo e intolerancia propiciado por la banalidad posmoderna en una cultura de masas cada vez más desprovista de criterios de valor y excelencia.No es de extrañar, por tanto, que sus habituales posicionamientos a contracorriente le hayan ido granjeando numerosos detractores entre los partidarios de la simplicidad bien pensante, hasta culminar en el acoso mediático de hace apenas un año, poco antes del cual apareció la edición francesa de Nosotros, los modernos.

El detonante fue una entrevista concedida por el filósofo francés en noviembre de 2005 al semanario israelí "Haaretz". En ella, este intelectual de ascendencia judía se atrevía a opinar que los disturbios acaecidos en la periferia de varias ciudades francesas no obedecían sin más a causas políticas y sociales, sino que poseían un marcado carácter étnico-religioso. El rótulo de "nuevo reaccionario", adjudicado a raíz de su -sin duda, discutible- anuencia a la intervención militar de Estados Unidos en Iraq, quedaba así confirmado para quienes ahora interpretaban sesgadamente sus declaraciones como muestra de un racismo intolerante.

Leído con la pertinente distancia, Nosotros, los modernos ayuda a apreciar lo desproporcionado de tales reproches. Bajo el formato de cuatro lecciones de un curso de filosofía para sus alumnos de la Escuela Politécnica de París, Finkielkraut desarrolla una interesante reflexión sobre las insuficiencias de una modernidad basada únicamente en la racionalidad tecnocientífica y sobre las consecuencias de una renuncia europea a transmitir otros valores que los meramente técnicos, por miedo a la acusación de colonialismo cultural.

Finkielkraut replica a la abusiva extensión de los avances de la ciencia sobre la marcha de la humanidad, fundamento de una visión progresista de la Historia sin conciencia de los límites ni de las deudas con el pasado, recordando, con el novelista checo Milan Kundera, que los tiempos modernos no son sólo los de Descartes y el método, sino también los de Miguel de Cervantes y la novela. A su juicio, apostar por esta desprestigiada herencia de la modernidad ayudaría a cumplir la promesa de no dejar a nadie a las puertas del mundo humano del modo más radicalmente democrático: dando también la palabra a los muertos.

Eso eran hasta hace poco la escuela y la cultura: una lucha desesperada contra el olvido. Cierto progresismo, cegado por el mito de un futuro redentor, se ha vuelto definitivamente ingrato y olvidadizo con el pasado, corriendo así el peligro de separar modernidad y europeísmo. Esta deseuropeización de Europa se da la mano con la vía de la modernización sin occidentalización seguida por movimientos como el del islamismo radical, de manera que lo combatido por estas reivindicaciones identitarias no es la arrogancia prometeica de Occidente -que el propio Alain Finkielkraut cuestiona- sino sus valores críticos, su capacidad para ponerse a sí misma en tela de juicio.

Resurgen aquí con fuerza los temas predilectos del autor -la memoria, la promesa-inspirados por Hannah Arendt, Hans Jonas o Levinas, para insistir sobre todo en el vínculo entre creación de lo nuevo y conservación del mundo. A lo reaccionario de un progresismo compulsivo y a la suicida deserción poscultural del propio legado contesta Finkielkraut con estas palabras de Arend, de nuevo protagonista al cumplirse el centenario de su nacimiento: "Justamente para preservar lo que hay de nuevo y revolucionario en cada niño, la escuela debe ser conservadora".