Ensayo

El ladrón de pesadillas y otras historias

Ángel Puigmiquel

4 enero, 2007 01:00

Glénat. Barcelona, 2006. 128 páginas, 24 euros

Antonio Martín, el mejor de los historiadores de nuestro cómic, ha vuelto a encontrar en la complicidad de Joan Navarro, director editorial de Glénat, la posibilidad para abundar nuevamente en la necesidad de que recuperemos la obra de nuestros clásicos menos conocidos por las jóvenes generaciones. Fruto de esa colaboración, es el nacimiento de la colección "Patrimonio de la Historieta", que comienza con una de las mejores elecciones: un libro del grandísimo ángel Puigmiquel (Barcelona, 1922), que nos legó unas contadas, pero inigualables, obras durante los años cuarenta.

Frente a los renovados demiurgos que tratan siempre de convencernos de que el presente comenzó ayer por la tarde, es bueno que reflexionemos sobre el esfuerzo de algunos narradores del pasado por regalarnos la excelencia de un lenguaje que, incluso cuando estuvo dirigido a un público exclusivamente infantil, alcanzó en algunos momentos cotas de auténtica sublimidad. El trabajo de este polifacético creador -fue fotógrafo, animador, pintor, ilustrador, publicista y periodista a lo largo de su vida- no se puede entender bien sin la existencia de la revista "Chicos" y de las otras publicaciones que Consuelo Gil Roëset creara a partir de 1938, tras el apoyo inicial del carlista catalán Juan Baygual.

Frente a tebeos más tendenciosos del franquismo, como "Flechas y Pelayos", aquella mujer de energía firme y decidida hasta el final de sus días animó a un elenco de dibujantes de auténtico lujo -como Jesús y Pilar Blasco, Emilio y Carlos Freixas, Arturo Moreno, o Valentí Castanys, entre otros- a potenciar el componente básicamente aventurero de sus relatos. Y el semanario "Chicos" fue la revista señera de su sello, Gilsa, hasta los años cincuenta.

Cuando el joven Angel Puigmiquel trabó contacto con ella en aquella oscura posguerra, tenía como modelo a la mejor historieta cómica estadounidense y, sobre ese referente, fue paulatinamente construyendo un lenguaje propio que alcanzaría en algunas historietas de largo aliento, como las aquí reunidas, un aire de modernidad que varias décadas después permanece imperturbable. Su personaje de Pepe Carter, un niño detective que fumaba, y que remedaba en clave de humor las aventuras de aquel epígono de Sherlock Holmes, Nick Carter, creado en 1886, y de gran difusión en España, brilló en ¡ S.O.S.! en el Museo Diabólico (1945-1946) y en Los crímenes del gramófono (1946-1947), la mejor de sus aventuras, como una modélica narración infantil, exenta de moralina. Pepe, junto a su compañero Coco, a Polly, y al perro Jump, se enfrentó a unos delirantes misterios, parodia sublimada de los mejores seriales cinematográficos y de los folletines de suspense.

Con un sentido del humor por momentos surrealista, como en la tercera aventura recogida en este libro, El ladrón de pesadillas (1948), Puigmiquel hizo gala de una destreza inusual en la concepción de la página, en el empleo de un encuadre semicinematográfico (que me recuerda a un director como Michael Powell), y en el uso del claroscuro como elemento significante sin parangón en la mayoría de sus compañeros de generación.
La decadencia de aquel proyecto editorial le empujaría, lamentablemente para el lector español, a emigrar a Venezuela, donde trabajó en el campo de la animación con otros dos de nuestros grandes dibujantes: Arturo Moreno y Alfons Figueras (del que les recomiendo vivamente otro libro recientemente publicado que responde a un aliento semejante al de éste: Topolino, en Astiberri Ediciones).

En Caracas pudo nuestro autor dar comienzo a un sinfín de inquietudes personales y profesionales, que le absorberían hasta su regreso a nuestro país, en 1963, fecha desde la cual fueron contadísimas sus contribuciones a un medio que había contribuido a dignificar como pocos. El lector que ahora se acerque a este libro encontrará sin duda ciertas dosis de ingenuidad en los argumentos, fruto de la época y del público para el que estas historietas fueron creadas, pero se sorprenderá de la ductilidad que adquirió el lenguaje de los tebeos en manos de un hombre que parecía convencido de que sus límites eran infinitos. Sólo resta esperar que esta nueva iniciativa de Martín y el riesgo asumido por Glénat alcancen la continuidad que, más que desear, todos precisamos para no sumirnos en una de nuestras habituales y crónicas amnesias.