Ensayo

La biblioteca de noche

Alberto Manguel

19 abril, 2007 02:00

Alberto Manguel. Foto: Carlos Barajas

Traducción de Carmen Criado. Alianza. Madrid, 2007. 445 páginas. 20 euros

Lo que emociona y admira de este libro no es tanto su alarde de erudición (de erudición ligera, en todo caso, aunque bien traída), como la sensación que transmite de que quien lo ha escrito ha pasado muchas horas en bibliotecas y se ha dejado llevar por los muchos enigmas y preguntas sin respuesta que plantea cualquier biblioteca. De ahí, quizá, que el lector (cualquier lector que, por el mero hecho de serlo, haya acumulado libros en su casa o haya acudido a lugares donde se almacenan libros) sienta tan inmediata la apelación que el autor hace a su complicidad. Después de leer a Manguel, cualquier poseedor de libros se siente miembro de una hermandad privilegiada, custodio de un secreto transmitido de generación en generación. Y es que cualquier colección de libros, constata Manguel, crea la ilusión de constituirse en realidad alternativa, dotada de leyes propias, de principios de ordenación que son también de jerarquía, de rasgos característicos que reflejan los de la persona o institución que la anima. Cualquier colección de libros crea su propia ilusión de permanencia, por lo que la mera mención de todas las bibliotecas que se han perdido a lo largo de la Historia testimonia un prolongado e indeleble fracaso. Cualquier colección de libros, por último, postula, por exclusión, la existencia posible de otras colecciones de libros complementarias u opuestas; igual que la biblioteca ideal que formarían todos los libros existentes postula la biblioteca imaginaria formada, por una parte, por todos los libros que no han sobrevivido; y, por otra, por todos aquellos libros que no existen ni han existido jamás, pero que podemos concebir como posibles.

Más que los datos aportados, decía, es este vértigo lo que se impone a la conciencia del lector. Sale éste de esta lectura a un mismo tiempo reafirmado y empequeñecido: reafirmado en su fe en el libro impreso, en su perdurabilidad, a pesar de los muchos azares a los que está expuesto, en su superioridad incluso física frente a las diversas alternativas que las nuevas tecnologías proponen. Y empequeñecido, en cuanto que se acrecienta su conciencia de que el saber acumulado en los libros es inabarcable, no ya para un solo lector, sino incluso para generaciones enteras de lectores. A efectos de lo primero, se divierte Manguel en contarnos, por ejemplo, que una tentativa de la BBC de emular, en los años noventa, el monumental Domesday Book, un impagable documento literario medieval, dio como resultado un complejo arsenal de datos guardados en diskettes que, a los pocos años, resultaban indescifrables a los nuevos programas informáticos que habían sustituido a los que se usaron para hacer ese trabajo; mientras que el Domesday Book original seguía siendo tan legible como el día en que fue compilado, allá en el siglo XI… En cuanto a lo segundo, sugiere el autor que la existencia de Internet, donde lo valioso se equipara a todos los efectos con lo fútil, supone un obstáculo añadido al necesario afán de abarcar, si no todos los detalles del panorama, sí el panorama mismo de la experiencia total de la humanidad, recogida en los libros.

Pero tiene derecho el lector a desconfiar de estas emociones, tan próximas a los juegos erudito-recreativos que plantea la literatura de Borges y, sobre todo, la de sus muchos imitadores. En el origen de esta desconfianza está la evidencia de que la acumulación de datos más o menos ignotos que propone el autor se articula en un alegato más que previsible. Sabe el lector, en efecto, que hay déspotas que acumulan libros y déspotas que los destruyen; que hay épocas que favorecen el culto del libro y épocas en los que éste ve mermada su consideración… No haya novedad en estas constataciones. Como no la hay, en fin, en las conclusiones alcanzadas: que exploramos la enorme cantidad de textos escritos con la esperanza de encontrar alguno que nos concierna directamente; y que, pese a esta fe mantenida, sabemos que la totalidad de los libros no iguala la infinita riqueza y complejidad de la vida. Para quienes amamos la lectura, esta música resulta bastante agradable. Pero, por sabida, no parece capaz de imponerse al mucho ruido circundante.

En cualquier caso, y por obvias que parezcan las verdades articuladas en este libro, no está de más recordarlas de nuevo. Y, sobre todo, convocar con ellas las simpatías y la complicidad de esa parte de la humanidad para la que una biblioteca es un hogar, un refugio, una isla, una identidad, un mito…