Ensayo

Felicidad en la infelicidad

Odo Marquard

19 abril, 2007 02:00

Katz Ed. Buenos Aires, 2007. 180 págs. 15’90 euros

Difícil arte el de la despedida, pues, una vez sentenciado el adiós a los grandes principios que regían el mundo, ¿cómo no sentir aquello que nos ha quedado como un mero recordatorio de lo que nos falta o como un sucedáneo insufrible? Son muchos los pensadores que hoy día procuran ejercitar dicho arte cuando se trata de hablar de los ideales de la época moderna y su presunto abandono. Pocos, sin embargo, logran hacerlo con tanta perspicacia como Odo Marquard (1928), un autor escasamente traducido al castellano, pese a la brillantez de su prosa y la originalidad de su temperado escepticismo.

Marquard, en efecto, no es sólo un claro ejemplo de la significativa coincidencia mostrada por el pensamiento alemán de la postguerra en sus constantes revisiones del problema de la modernidad; es también uno de quienes, junto a Koselleck o Blumenberg, han sabido ofrecer un perfil más personal y diferenciado frente a tendencias intelectuales dominantes, representadas por nombres como Habermas o Gadamer. El coste de este no-alineamiento ha sido la adscripción ocasional de su pensamiento a un conservadurismo ramplón, que nada tiene que ver con la profundidad con la que este filósofo enfoca la necesidad de tradición y costumbres que tenemos los seres humanos: se trata de que nuestra vida resulta demasiado breve como para poder alejarnos lo suficiente del pasado e innovar por completo; de manera que nunca podemos realizar transformaciones totales o fundamentaciones absolutas. De ahí la conveniencia de despedirnos de los principios absolutos.

Por lo demás, Marquard traslada esta convicción suya de la necesidad de despedirse de proclamas enfáticas a su propio estilo de escritura, dotándola de una claridad, sentido del humor y desenfado envidiables. Ahí donde el oracular Heidegger dice que el existente humano es un ser-para-la-muerte, Marquard prefiere recordarnos que el índice de mortandad en la población humana es del cien por cien. Y a la hora de explicitar los rasgos fundamentales de nuestra vida ética, prefiere insistir en el hecho de que somos el resultado de nuestras prác-
ticas comunes; que no hacemos tanto lo que debemos, cuanto lo que podemos. Y eso también por lo que respecta a nuestra felicidad, que nunca es completa, perfecta, sino frágil felicidad, conquistada en el seno de una insuperable infelicidad: "felicidad en la infelicidad".

Pero reconocer estos límites no es renunciar a la validez -de nuevo parcial- de lo que en ellos se contiene. Y así como Marquard no sugiere renunciar a esa felicidad contenida, tampoco propone una renuncia plena a la modernidad, sino sólo a aquellos aspectos de la misma que mantienen, al modo de un monoteísmo secularizado, las viejas pretensiones de absolutez. En ese sentido examina en los dos primeros capítulos temas predilectos suyos como el de la teodicea y su reemplazo por la filosofía de la historia. En los siguientes, filósofo de la "compensación" por excelencia, hace notar cómo la propia aceleración del mundo moderno suscita contrapartidas tales como un incremento del sentido histórico, que es sentido de la continuidad.

Y, por último, advierte oportunamente que la sensibilidad ante los pequeños males cotidianos sólo surge cuando hemos logrado paliar males mayores, así que el descontento con nuestro mundo y sus instituciones también ha de ser relativizado, para no caer en la impugnación del presente en nombre de un utópico futuro absolutizado.