La ceremonia del porno
Andrés Barba y Javier Montes
14 junio, 2007 02:00Andrés Barba y Javier Montes. Foto: Antonio Moreno
Vivimos un momento histórico en el que la pornografía se ha instalado en la vida cotidiana. El porno ha convivido siempre con la pulsión sexual y de poder del ser humano pero nunca su presencia había sido tan evidente como ahora. Para entrar en la oferta de pornografía basta con abrir la prensa, encender el televisor, conectar internet o utilizar el teléfono móvil. Ya no es necesario entrar en un sex shop, en una sala de cine X o ir a una tienda de vídeos. El control social ha desaparecido casi por completo, el incómodo contacto con el vendedor que antes proporcionaba el material ha desaparecido. Desde la intimidad del espacio de trabajo o de la vivienda basta con descolgar el teléfono para entrar en la narrativa porno.Con la pornografía convertida en una industria que produce miles de películas, revistas o páginas web y supera en cifras de negocio las ganancias de muchos de los deportes de masas, la publicación de este libro no podía ser más oportuna. Sus autores han sido galardonados con el XXXV premio Anagrama de Ensayo. Con todo merecimiento, cabría añadir, porque han sabido encontrar un infrecuente punto de equilibrio en el tratamiento de un tema vidrioso por naturaleza y que se presta a posturas extremas.
Andrés Barba (Madrid, 1975), bien conocido por sus novelas, y Javier Montes (Madrid, 1976), escritor, traductor y crítico de arte, han planteado un texto en el que se sitúan en la perspectiva tanto del que defiende el porno como de quien lo critica o incluso lo ignora por considerarlo aburrido o perezoso. El término pornografía es entendido por Barba y Montes como una "reacción lasciva" en la que se da un estímulo sexual acompañado de alguna forma de masturbación coronada por un orgasmo. Esta definición tan amplia permite a los autores señalar un primer rasgo de la pornografía: cada cual tiene la suya. A modo de ilustración toman el caso de William Hays, "patriarca de la legislación antipornográfica en los Estados Unidos" antes de la II Guerra Mundial y autor del famoso Código Hays, regulador, hasta los años sesenta, de la moralidad en las producciones cinematográficas de los grandes estudios estadounidenses. Tras la muerte de Hays se descubrió su vasta colección de fotografías de ombligos femeninos entendidos éstos como objetos lascivos.
Barba y Montes parten de que "la pornografía nunca es un objeto identificable, sino la relación de un contenido con su contexto y la experiencia individual de un contenido". Bien entendido, aclararán constantemente a lo largo de su texto, que aunque tenga mucho de producto autoproducido no puede plantearse como algo exento de inquietud. La fascinación del porno, afirman, es excitación mezclada con miedo. En la morbosidad implícita en la pornografía la amenaza de lo antisocial tiene siempre puesto un pie. De ahí que la acción pública sobre la pornografía esté siempre presente, hágase en nombre de la defensa de la infancia, de la juventud o de las mujeres.
Pensada la pornografía como algo construido individual y socialmente se comprende perfectamente cómo ha ido variando a lo largo de los últimos años. Su narrativa, como señalan Barba y Montes, ha ido girando desde las suntuosas producciones californianas, en las que el juego de émbolos y de pelvis perfectamente depiladas se cumplía en el lujo de piscinas y estancias satinadas por el dinero, hasta el porno producido por los países del Este o el rodado en casa con cámaras de vídeo no profesionales. El cuerpo perfecto del "estilo californiano" realizado con gran despliegue de medios técnicos da paso al gonzo y a los cortos filmados en casa con imágenes más frescas, iluminación natural y actrices sin maquillar. Cambia el set pero no cambia lo esencial: la relación con el tabú y lo que Barba y Montes denominan el motor del porno, que "no es otra cosa que la ansiedad de apropiación". Acaba este oportuno libro con una breve referencia a la relación entre arte y pornografía. Al final, al lector satisfecho sólo le queda una pregunta: ¿cabe la afectividad en la pornografía?