Image: Autopsia de Iraq

Image: Autopsia de Iraq

Ensayo

Autopsia de Iraq

por Hans Von Sponek

26 julio, 2007 02:00

Despliegue de las tropas aliadas en las afueras de Bagdad

Trad. Gonzalo Fernández Parrilla. Ediciones del Oriente y del Mediterráneo. Madrid, 2007. 550 páginas. 23 euros

Entre cinco y diez años me parece el plazo mínimo que debe transcurrir entre el comienzo de una guerra y un buen libro sobre ella. Excluyo de este principio las memorias y diarios de participantes o testigos directos, cuyo valor depende de la calidad y honestidad del autor, y no del rigor del contenido. De cumplirse esta norma, la mayor parte de los libros publicados sobre la invasión de Iraq de 2003 son panfletos más que libros, textos que confunden más que aclaran o repiten sin más discursos ideológicos archiconocidos, casi todos antiestadounidenses, para hacer ruido o embolsarse unos euros.

Autopsia de Iraq se terminó de escribir en la primavera de 2005, cinco años después de la dimisión del autor, H. C. von Sponeck, como coordinador Humanitario de Naciones Unidas en Iraq con rango de secretario general adjunto, tras más de 30 años de funcionario del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Ha pasado el tiempo necesario para una investigación y reflexión serias sobre lo que vio a finales de los 90 en Iraq.

A las seis semanas de llegar, en 1998, empezó a denunciar las sanciones, que estaban machacando a la población y reforzando al régimen de Sadam Husein. "A este hombre se le paga para trabajar y no para hablar", respondió el portavoz de la entonces secretaria de Estado, Madeleine Albright. Pero una cosa era criticar las sanciones y otra documentar los efectos de los bombardeos estadounidenses y británicos sobre las zonas de exclusión aérea. "Recopilamos informes en Bagdad sobre los civiles heridos en esos ataques y, en cuanto llegaron al Consejo de Seguridad, los embajadores pidieron al secretario general, Kofi Annan, que me sacara de Iraq", recordaba Sponeck en su reciente viaje a Madrid para presentar la edición española.

No sólo siguió documentando e informando a Annan de lo que pasaba dentro de Iraq sino que, informe tras informe, iba comprobando el escándalo del programa petróleo por alimentos, que, en vez de aliviar a los iraquíes, estaba permitiendo a familiares y lugartenientes del dictador levantar enormes fotunas, mientras más de medio millón de iraquíes menores de cinco años moría a causa de toda clase de enfermedades y carencias.

¿Exagera Sponeck, como tantos otros críticos de las sanciones, cuando califica de genocidio a cámara lenta el efecto del embargo y de armas de destrucción masiva las sanciones? Tal vez, pero su libro demuestra sin la menor duda, como lo hicieron años antes sus informes para la ONU, que el Consejo de Seguridad se equivocó de objetivo y convirtió a la mayor parte de los iraquíes en dobles víctimas: de Sadam y de la estrategia de contención o enjaulamiento del sátrapa de Tikrit.

En su meticuloso análisis, Sponeck muestra también la incapacidad manifiesta de la ONU en el Iraq de los 90 para cumplir sus mandatos humanitarios sin dejar de lado los derechos humanos más elementales -educación, alimentación y sanidad- y la urgencia de reformar la ONU y el Consejo de Seguridad para evitar que se repitan desastres parecidos. Por lo visto, otra voz que clama en el desierto. Como afirma el ministro brasileño de Exteriores, Celso Amorín, en la introducción, "los doce años bajo sanciones convirtieron a Iraq, una sociedad próspera, equipada con modernas infraestructuras y con un sistema sanitario y educativo de los más desarrollados de Oriente Próximo, en un país lleno de pobres e indigentes, condenados a vivir con menos de un dólar al día".

El autor reconoce los crímenes contra la humanidad de Sadam y una parte de verdad en la afirmación de Washington y Londres de que los males iraquíes se agravaron por el despilfarro del régimen en armas, palacios, lujos y prebendas para comprar lealtades, pero niega rotundamente que ésa fuera la causa principal, en lugar de las sanciones, de la destrucción paulatina de la sociedad.

Hoy, en el quinto año ya de la invasión, con 178 ataques y más de cien muertos iraquíes diarios en junio (cifra oficial del Pentágono), cuando cuatro millones de iraquíes malviven como refugiados en los países vecinos o dentro de Iraq, hay que agradecer a Sponeck su denuncia. En nada limpia las culpas de la Administración Bush, pero demuestra claramente que la invasión, aprovechando el 11-S, y sus consecuencias difícilmente se hubieran producido sin los errores o, peor, crímenes cometidos por la Administración Clinton y sus amigos británicos, ante el silencio cómplice del resto del mundo, durante ocho años.