Terror santo
Terry Eagleton
1 mayo, 2008 02:00El Pentágono, tras el atentado del 11-S de 2001. Foto: Archivo
Catedrático de teoría cultural en Manchester y autor de una cuarentena de libros, en su mayoría ensayos de historia literaria, Terry Eagleton es una figura destacada del panorama cultural contemporáneo. Pero quien atraído por su prestigio intelectual lea Terror sagrado en busca de algún esclarecimiento sobre el fenómeno terrorista, se verá decepcionado, pues se trata de la típica obra en la que el afán de originalidad actúa como pobre sucedáneo de la sabiduría. No hace falta leer mucho para encontrarse con el primer ejemplo de la ligereza con que está escrito: Eagleton sostiene que el terrorismo como idea política nació con la Revolución Francesa, pero esto es un profundo equívoco. Lo que surgió entonces fue el empleo de la palabra terror para designar a un gobierno, el comité de Salud Pública, que empleaba la guillotina contra los enemigos, reales o supuestos, de la revolución, pero si el terrorismo consistiera en el empleo del terror como instrumento de gobierno, Calígula y otros muchos tiranos de tiempos remotos podrían reclamar derechos de autor. Por terrorismo el común de los mortales entendemos una violencia contra no combatientes ejercida por grupos clandestinos con el propósito de provocar un estado de temor favorable a sus objetivos políticos, pero un crítico cultural eminente no va a preocuparse de definiciones. Su objetivo es la frase brillante y al situar el origen del terrorismo en el Terror jacobino puede afirmar "que el terrorismo y el Estado democrático moderno son hermanos gemelos", algo que suena muy profundo, aunque uno no termine tampoco de comprender porqué considera a Robespierre el padre de la democracia.Muy pronto, sin embargo, olvida Eagleton la partida de nacimiento que ha expedido al terrorismo, a fin de dar otra prueba de ingenio: "uno de los primeros cabecillas terroristas fue el dios Dioniso". Así es que hemos retrocedido un par de milenios, pero en cambio estamos en buena compañía, la de Eurípides, quien en Las bacantes dramatizó el nacimiento del culto órfico. El problema es que no resulta fácil decir algo a la vez original e inteligente sobre la obra de Eurípides, con lo que Eagleton se queda tan sólo con la originalidad: Dioniso es un cabecilla terrorista y un populista desvergonzado, mientras que el rey Penteo que le combate es "a su modo tan fanático como Dioniso, y en ese sentido es una alegoría de la etapa política en la que vivimos". Vamos, que al intentar poner freno a los desmanes de las bacantes se comportó como el FBI en 1993, cuando sitió el rancho de Wako, en el que se habían atrincherado los miembros de una secta, con el resultado final de una matanza. Con esto ya entendemos por donde va el autor: la democracia y el terrorismo son hermanos gemelos, quienes combaten al terrorismo son tan fanáticos como los terroristas. Estamos pues en pleno relativismo moral, aunque Eagleton tiene suficiente buen gusto como para no comparar a Bush con Bin Laden. En las páginas de Terror sagrado nos vamos encontrando en cambio con algunos de los grandes clásicos de la literatura y el pensamiento, desde Sófocles y Eurípides hasta Thomas Mann y D. H. Lawrence, pasando por Samuel Richardson, el autor de Clarisa, una novela por la que Eagleton siente especial aprecio, pero que no entendemos qué luz arroja sobre el tema que nos ocupa.
En conclusión, el lector de Terror sagrado no aprenderá mucho sobre el terrorismo de inspiración religiosa, pero al menos encontrará algún motivo para leer o releer algún clásico. Yo lo he hecho con Las bacantes.