Antes de Hiroshima
Diana preston
4 septiembre, 2008 02:00A la fase siguiente, desatada la guerra mundial, correspondió en primer lugar la investigación a contrarreloj por alcanzar en laboratorio las condiciones que dieran lugar a la liberación controlada de energía a una escala de proporciones devastadoras. Esto es, a la reacción en cadena autosostenida, obtenida por Enrico Fermi en diciembre de 1942. En segundo lugar, supuso el establecimiento de las infraestructuras imprescindibles tras la aprobación y secreta dotación económica del Proyecto Manhattan en 1943. Para la tercera fase quedaba la ingente tarea de solucionar los problemas tecnológicos y logísticos de concebir el artefacto y preparar su lanzamiento.
Esta esquemática descripción no entra en la cuestión crucial de lo sorprendente que a priori resulta acometer una empresa tan dudosa. Lo reconoció el propio director del Proyecto Manhattan, el general Groves: "estábamos avanzando a ciegas" (p. 238). Y es que la incertidumbre fue la tónica general hasta el año 1944, ni siquiera existía la certeza absoluta de que la bomba lanzada sobre Hiroshima hiciera explosión. A esta inseguridad se unen otros grandes enigmas. Si se repara que estas decisiones, que implicaban desembolsos y empleo de recursos ingentes, más de 2.000 millones de dólares, 600.000 personas implicadas y una infraestructura equivalente a la de toda la industria del automóvil, se planteaban en medio de una contienda en la que había que contemplar dos teatros de operaciones de dimensiones continentales, en la necesidad vital de abastecer a los aliados y en que era imperativo concentrarse en el desarrollo de las propias disponibilidades militares, ¿cómo encaja tal dispendio en semejante contexto, en especial sin la mínima seguridad de que el fruto se haría realidad y de que habría tiempo para su empleo?
La autora no se plantea directamente estos interrogantes, pero de la obra se desprenden dos respuestas. Porque tanto EEUU y Gran Bretaña como los científicos estaban convencidos de que era una carrera contra Alemania y, en no menor medida, porque para los norteamericanos el objetivo no se circunscribía solamente a derrotar a Alemania y Japón. En este sentido, también contaba el impacto que las bombas tendrían sobre Stalin. Como sostiene John Lewis Gaddis, la Guerra Fría había comenzado antes de que se pusiera fin a la Segunda Guerra Mundial. A finales de octubre de 1941, ya advertía la Academia Nacional de Ciencias norteamericana en la evaluación del proyecto nuclear que "...en años venideros, la superioridad militar dependería de quien estuviera en posesión de bombas nucleares..." (p. 224). En efecto, el libro describe los planes de los otros países, de Alemania, pero también los casos de Japón y la URSS. Todas las potencias estaban al tanto en materia atómica.
Luego se conocieron las dificultades del programa alemán. Pese a que la autora sostiene que hubiera sido "muy poco probable" que los alemanes obtuviesen el artefacto nuclear, es imposible desechar la certidumbre de los científicos del Proyecto Manhattan, buenos conocedores de la capacidad de sus colegas alemanes. Hans Bethe, jefe de la división de física teórica del programa, estaba convencido de que "era preciso construir la bomba de fisión, porque, presumiblemente, los alemanes también lo estarían haciendo" (p. 259). Este es el aspecto del libro que suscita más objeciones y polémica desde la perspectiva que proporcionan, entre otros, historiadores como Overy, Murray y Millett.