Ensayo

Vicente Huidobro. Epistolario. Correspondencia con Gerardo Diego, Larrea y Guillermo de la Torre

Vicente Huidobro

4 septiembre, 2008 02:00

Edición de Gabriele Morelli y Carlos García. Residencia de Estudiantes. Madrid, 2008. LXXXIV + 299 pp., 30 euros

Podría leerse esta correspondencia como un drama de ideas o un diálogo platónico a cuatro voces, que tiene lugar en un intervalo de casi 30 años, y que, como el Fedón del griego, termina con la muerte del principal interlocutor. A éste, al chileno Vicente Huidobro (1893-1948) le tocó el difícil papel de abanderar en el mundo hispánico una vanguardia original y verdaderamente renovadora, el llamado "Creacionismo", que fue algo más que la mera "reducción de la poesía a una serie no interrumpida de metáforas […] elevadas a la segunda o tercera potencia", como afirmaría Borges en 1920. Borges, con agudeza y malevolencia características, llama la atención sobre lo que devino el Creacionismo una vez convertido en escuela. Pero la propuesta de Huidobro, su sencillo planteamiento de pasar de lo descriptivo a lo orgánico, de modo que no bastara con describir la rosa, sino que hubiera que hacerla "florecer en el poema", suponía un oportuno llamamiento a sustituir la palabrería sensitiva del peor Modernismo por una novedosa exigencia de precisión.

Necesariamente una estética tan rigurosa tenía que chocar con el "vanguardismo" superficial que poco a poco se iba abriendo paso en la poesía española, y cuya primera expresión fue el "Ultraísmo". Huidobro fue poco paciente con el eclecticismo de este movimiento, empeñado en imitar todo lo que pareciera "vanguardista" allende los Pirineos. Seguramente Guillermo de Torre, el principal corresponsal español de Huidobro en esta tesitura, era también consciente de la inconsistencia del Ultraísmo, cuyas debilidades trató de disculpar o atenuar ante el chileno. Pero la susceptibilidad de Huidobro no toleraba bien los equilibrismos de su corresponsal; y cuando éste no sólo se mostró remiso a secundarlo en su justa pretensión de reivindicar la paternidad del Creacionismo frente al francés Réverdy, sino que se atrevió a proponer, como antecedente lejano de la nueva estética, al modernista Herrera y Reissig, Huidobro reaccionó violentamente. Vista desde hoy, la polémica no parece tener mucho sentido: si apreciamos rasgos "creacionistas" en algunos logros del Modernismo, se debe a que la genialidad de Huidobro incide en el pasado y cambia nuestra percepción del mismo.

Mejor suerte tuvo Huidobro, mientras tanto, con Gerardo Diego. El talante formalista de éste fue especialmente receptivo al rigor metodológico y el afán constructivo que había en las propuestas del chileno, a quien concede trato de maestro; actitud en la que lo secunda, al poco, el amigo y confidente de Diego, el bilbaíno Juan Larrea. En ambos encuentra Huidobro el espejo perfecto para proyectar su ego menoscabado y herido. Les confía sus quejas y decepciones y les hace partícipes de sus "triunfos". Lo que no obsta, en fin, para que los discípulos hagan cuentas aparte y tengan sus reservas frente a las desmesuradas exigencias del maestro. Llama la atención que el autor de Versos humanos (1925), y gran renovador de las formas tradicionales desde la sensibilidad "moderna", enviara este libro al chileno con toda clase de cautelas. Tendrán que transcurrir meses para que se atreva a afirmar ante su mentor: "Sigo creyendo en la posibilidad […] de simultanear la poesía literaria y tradicional con la nuestra".
Más sonora es la disensión de Larrea. Sorprende que, en carta de junio de 1935, el que fuera el más sumiso corresponsal de Huidobro, le anuncie a éste la inminente publicación de un "libro grande llamado a producir, según creo, un nuevo estado de conciencia". El libro anunciado era Orbe, que permanecería inédito hasta 1990. Nace aquí, en detrimento del poeta, el Larrea místico y visionario, cuyas teorías no dejarían de impacientar al chileno, al mismo tiempo que la frialdad con que éste recibiría, más adelante, Rendición de espíritu (1943), es motivo de decepción para el vasco.

Como se ve, es mucho más que un simple anecdotario personal lo que se intercambia en estas cartas. En ellas se dilucidan las trayectorias literarias de los corresponsales y se afirman sus posturas frente a algunas de las cuestiones cruciales del arte (y no sólo del arte) de su tiempo. Pero también se deja testimonio, como bien remata la carta final de la hija de Huidobro, escrita tras la muerte de éste, de algo que se superpone a todas las discrepancias: "Desde el fondo de mi infancia surgen tres jóvenes amigos que se querían extraordinariamente, y así los veré siempre".