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Los olvidados. Una tragedia americana en la Rusia de Stalin
Tim Tzouladis
5 febrero, 2010 01:00Partido de béisbol entre trabajadores extranjeros de Moscú y trabajadores de Gorki (1934)
es el embajador americano Joseph Davies, que no movió un dedo para ayudar a sus compatriotas en peligro. Casado con una multimillonaria y amigo de Roosevelt (un gran presidente que no sale bien parado en Los olvidados) contribuyó generosamente a la campaña electoral de aquél y fue recompensado con la embajada en Moscú, donde se las ingenió para ignorar el terror al tiempo que coleccionaba antigüedades rusas a precios de saldo y desarrollaba una enorme admiración hacia Stalin. A continuación Roosevelt pensó en nombrarlo embajador en Berlín pero descartó la idea. Dados los antecedentes era probable que Davies se hubiera enamorado de Hitler. El héroe de la obra de Tzouladis es un trabajador, Thomas Sgovio. Este joven neoyorquino se reunió en Rusia en 1935 con su padre Joseph, un activo militante comunista. Tres años después Thomas acabó en las minas de oro de la remota y helada región de Kolimá, en el noreste de Siberia, en donde murieron innumerables presos. Él fue uno de los pocos que sobrevivieron para contarlo y sus memorias, junto con otra documentación, permiten a Tzouladis evocar la suerte de los presos en aquella funesta región con un vigor digno de Solzhenitsin. Los horrores de Kolimá deberían estar tan presentes en nuestra memoria colectiva como los de Auschwitz, pero no es así. Al igual que los católicos no aman recordar la poco edificante historia del Papado medieval, a los intelectuales progresistas les resulta incómodo recordar las atrocidades de la izquierda. Por ello deben ser leídos libros como Los olvidados.
Sgovio recuperado
El héroe de este libro, Thomas Sgovio, logró regresar a EE.UU. Durante el día trabajaba como dibujante, pero por las noches escribía sus memorias, Dear America, que no tardaron en agotarse. Dio conferencias en la Universidad de Buffalo, e ilustró las escenas que había visto en el campo de Kolimá, cumpliendo la promesa que había hecho a los presos del Gulag de dar a conocer al mundo el sufrimiento que se les había infligido.