El juego del cambio. La trastienda de las elecciones americanas
John Heilemann y Mark Halperin
23 julio, 2010 02:00Foto: Archivo
A mediados de enero de este año, catorce meses después de esa proeza, con el título Game Change (Cambio de juego) -me sorprende el título en español, El Juego del cambio, pues ignora por completo el significado de lo que representó la victoria inesperada de Obama en el caucus de Iowa- veía la luz en los Estados Unidos un retrato íntimo de los principales candidatos y sus cónyuges (Barack y Michelle Obama, Hillary y Bill Clinton, John y Elizabeth Edwards, John y Cindy McCain, así como de Sarah Palin y Joe Biden).
"La mayor parte del material incluido en estas [535] páginas procede de más de trescientas entrevistas realizadas a más de doscientas personas entre julio de 2008 y septiembre de 2009", reconocen sus autores -Mark Halperin, comentarista político de TIME, y John Heilemann, corresponsal de política nacional de la revista New York- en una nota introductoria.
Muy pocas fuentes son identificables. Los autores han aplicado el método perfeccionado por Bob Woodward del deep background desde el Watergarte, pero sin listado final de gargantas profundas. Los mejor parados, al final, son Obama y Hillary Clinton, los grandes protagonistas de esta historia, pasando de aliados a adversarios y de nuevo aliados como presidente y secretaria de Estado del nuevo Gobierno.
El resultado está lejos de la brillantez de T. H. White, maestro del género, sobre las campañas de John Kennedy y Johnson, pero despeja las principales interrogantes sobre la campaña de 2008: cómo y quién convenció a un senador novato como Obama de que tenía posibilidades, qué papel jugó Clinton en la campaña de su esposa, por qué eligió McCain a una desconocida gobernadora de Alaska como candidata a la vicepresidencia, cómo se autodestruyó Edwards, qué pensaban unos de otros antes, durante y después de las elecciones... Que nadie busque sesudos análisis políticos, históricos o sociales. Los autores han ido directamente al corazón y, sobre todo, a las partes más bajas. Y casi nadie sale bien parado.
Recelosos de los Clinton, los dirigentes demócratas del Senado (Raid, Schummer, Daschle, Kennedy…) animaron a Obama, "afroamericano de piel clara que habla sin dialecto negro a menos que se lo proponga" en palabras de Raid, a presentarse (p.58). Aunque el Jesús negro, como le llamaban, ya lo tuviera casi decidido, sin duda le empujaron a dejar el Capitolio por la Casa Blanca (p. 49). El desmedido apetito sexual de Clinton y una relación extramatrimonial menos frívola obligó a Hillary a formar "un centro de mando dentro del otro centro (el de la campaña) para desmentir [...] gran parte de los cotilleos que circulaban" (p.76).
Los peor parados de la historia son, sin duda, los Edwards y Sarah Palin. Lejos de la santa sufridora, superviviente de un cáncer, que vendieron los medios, Elizabeth Edwards es, para el personal del candidato, "una mujer loca, ofensiva, paranoica" que "llamaba paleto a su marido delante de los demás y se mofaba de sus suegros" (p.164). En ese ambiente familiar se entiende mejor la aventura de Edwards con la calientabraguetas (el apodo es de los autores) Rielle Hunter, aventura que puso en evidencia las escasas virtudes del candidato y dinamitó tanto su matrimonio como sus esperanzas de llegar un día a ser alguien al frente del Gobierno (cap. 7).
El efecto sorpresa de la elección de Palin en la candidatura republicana se esfumó de inmediato. "Palin era incapaz de explicar por qué Corea del Norte y Corea del Sur eran países separados", confiesan sus asesores. "No sabía lo que hacía el FBI. Cuando le preguntaron quién había atacado EE.UU. el 11-S sugirió que había sido Saddam Hussein y, cuando le pidieron que identificara al enemigo contra el que su hijo lucharía en Iraq, se quedó en blanco (p.473)".