Mussolini secreto. Los diarios de Clareta Petacci
Claretta Petacci
22 octubre, 2010 02:00Claretta Petacci
Sobre ese inmenso material ha pesado tradicionalmente la sospecha de que podía contener revelaciones intempestivas sobre la relación de Mussolini con Churchill, aparte de que se ha insinuado en el mismo sentido, y así lo repite en el prólogo el sobrino de Claretta, Ferdinando, que la amante del Duce era una espía de los servicios secretos británicos. Esas conjeturas se alimentaban por la condición de "secretos de Estado" que los sucesivos gobiernos italianos impusieron a estos diarios desde su descubrimiento en 1950. Sea como fuere, lo que el lector encontrará en este libro -una selección que sólo cubre hasta el final del año 38- no presenta en ningún caso el marchamo de hallazgo trascendental, sino más bien un tono de charlas de alcoba, entre la cursilería y la procacidad.
No implica todo ello necesariamente que el volumen carezca de interés para trazar el perfil humano e ideológico del mandatario italiano. Al contrario, resulta un documento de primera magnitud para comprender al dictador, precisamente por lo que tiene de retrato fresco, espontáneo, sin disimulos ni mediaciones de ningún tipo. Siempre nos quedará la sospecha de hasta qué punto Claretta es testigo fidedigno o elabora sus impresiones hasta la deformación, porque sus celos desquiciados constituyen de modo inevitable un tamiz con el que hay que contar. En todo caso, el Benito íntimo que emerge de estas notas, sobre el fondo de una megalomanía tosca y un histrionismo risible, da la impresión de ser -en esta distancia corta- un hombre vulgar, grosero, inestable, inseguro, débil y bastante limitado cultural e intelectualmente.
Lo que quizás puede llamar más la atención al lector cuidadoso de estas páginas es el derroche de preocupaciones menudas en un momento histórico en que el mundo literalmente se derrumba. Lejos de atender a la guerra de España o al Anschluss, Mussolini parece absorbido por sus problemas íntimos, entendiendo éstos además en su vertiente más lúbrica. Su autocalificación de "putero" (p. 351) no es más que la consecuencia de una consideración rijosa de la masculinidad -"todos los hombres engañan a sus mujeres"- que lleva como contrapartida una contumaz preocupación por el deterioro físico y la pérdida del vigor juvenil, una de las constantes de este diario.
Por lo demás, sus observaciones estrictamente políticas son de una puerilidad anonadante. Sus deseos de agradar a Hitler y a los alemanes en general tienen como contrapartida su desprecio hacia casi todo el mundo, empezando por Franco y los españoles en su conjunto, definidos en más de una ocasión como unos árabes perezosos. No escapan mejor los franceses -decadentes y cretinos por "la sífilis, la absenta y la prensa libre", p. 225- ni el propio Papa -una "calamidad"- aunque, por supuesto, quienes salen peor parados son los judíos, dado que el antisemitismo es otra de las obsesiones del Duce, que se despacha con frases y caracterizaciones racistas tan soeces -"el olor terrible que desprenden" los judíos, p. 367- que producen, más que otra cosa, auténtica vergüenza ajena.