Comienzo de La muerte de Montaigne
Jorge Edwards regresa a la novela con un juego literario, entre la investigación y la narración, entre el pasado aparentemente remoto de Montaigne y el presente
21 marzo, 2011 01:00Editorial Tusquets. 296 págs. 18 euros.
El señor tomaba partido, pero no pensaba como hombre de partido. Juzgaba las cosas por sus méritos propios, sin el menor ánimo de favorecer a uno u otro bando. Se proponía ser íntegro, vivir en plenitud, conforme consigo mismo. Como dijo en uno de sus textos, refiriéndose a las luchas de familias y de facciones en la Italia del siglo XIV (algún chileno antiguo habrá escuchado hablar de estos conflictos, que entraron en la gran literatura, en los dramas de Guillermo Shakespeare, en Romeo y Julieta), era güelfo para los gibelinos, gibelino para los güelfos. Casi siempre me siento identificado con esa división interna, con esa esquizofrenia (entiendo que ahora la llaman bipolaridad). Es, de hecho, una imagen externa, que tienen los otros, pero que corresponde a una fragmentación interior, a una duda permanente o casi permanente. Antes de las últimas elecciones presidenciales, solía ser de la Alianza para los de la Concertación, y de la Concertación para los de la Alianza. Supongo que esa estimación, esa perspectiva, cambió después de mi voto declarado por el candidato de la centroderecha, pero la verdad es que yo no cambié, y la muerte de Neruda (no la de Montaigne), como aseguró un poeta luciferario (portador de cirios en procesiones), no tiene la menor relación con el asunto. «Tú desconciertas a la izquierda», me dijo un día, hace ya largos años, en un cóctel de embajada, Jaime Guzmán. El propio, el mismo, el fundador de la UDI (la Unión Democrática Independiente, donde la peligrosa noción de democracia estaba compensada por la de independencia frente a los partidos políticos, cara al pinochetismo), el que fue asesinado pocos años más tarde. Éramos parientes lejanos, y nos saludábamos con amabilidad, con algo de distancia, y quizá, no me avergüenza decirlo, con una secreta simpatía. Mi proyecto siempre ha consistido en tratar de pensar por mi cuenta, fuera de los intereses partidarios, y no descarto que el proyecto pueda ser anticuado. ¿Reaccionario? No sé. A lo mejor. O a lo peor.Pero volvamos a mi personaje (mi admirado, amado personaje). El hombre aspiraba por sobre todas las cosas a vivir bien, no en el sentido del dinero: en un sentido que podríamos llamar ético y estético. Es más fácil triunfar que vivir, dijo en una oportunidad, algunos años después de su muerte, su hija de alianza, Marie de Gournay, y creo que con esa frase lo interpretaba a la perfección. «Cada hombre», escribió el maestro (y traduzco libremente), «lleva en sí la forma entera de la humana condición.» Y escribió, o dio a entender a través de sus escritos, algo que va más allá. Un hombre que produce «ensayos», sentenció a su modo, no puede producir «resultados». Los tratados medievales se escribían en latín. Los ensayos, que empezaron a aparecer en diversos lugares de Europa durante el Renacimiento, solían escribirse en lengua vulgar. Esto es, en lengua romance, palabra, en este caso adjetivo, de la que deriva, en francés y en alemán, el término roman o, si quieren ustedes, Roman, novela. ¿Eran, entonces, los ensayistas del siglo XVI, precursores de los novelistas de los siglos que siguieron? ¿Era, por ejemplo, Michel de Montaigne, un precursor cercano de su casi contemporáneo Miguel de Cervantes? El tono de la voz cervantina, el humor, la distancia irónica, la afición a los episodios sorprendentes, extravagantes, no están demasiado lejos de la escritura del Señor de la Montaña (Monsieur de Montaigne). Si se hubieran conocido, es probable que se hubieran estimado y hecho amigos. A pesar de que había una diferencia seria, que separaba y todavía separa a los seres humanos. El de la Montaña poseía tierras, caballos y otros animales, viñedos, además de un castillo y una familia bien establecida y relacionada. Fue ungido miembro en su juventud de una orden nobiliaria, la de San Miguel, que estaba, la verdad sea dicha, un tanto desprestigiada en el momento de su ingreso; formó parte durante algún tiempo del parlamento de Burdeos, ejerció, durante dos períodos de dos años cada uno, el cargo de alcalde de la ciudad, y frecuentó a lo largo de su vida a magistrados, humanistas, mariscales, príncipes de la sangre, reinas, monarcas. Miguel de Cervantes, su tocayo, obtuvo algunas protecciones poderosas, que lo ayudaron a sobrevivir, a liberarse del cautiverio en Argel, en una oportunidad, a salir de la cárcel, en otra, pero más bien podría ser definido, a la manera de ya no recuerdo quién, como hombre humilde y errante.
Por otra parte, se murmuraba que en el castillo de Montaigne todavía quedaba un poco de olor a pescado. ¿Por qué? Porque los abuelos del ensayista, comerciantes burgueses, judíos por el lado materno (López de Villanueva), se habían enriquecido con la distribución y venta de pescado ahumado, actividad cuyo olor penetrante impregna la ropa, el mobiliario, las paredes, el cuerpo entero, y hasta el alma, durante generaciones. No es imposible que el de la Montaña tuviera conciencia de este pasado familiar y lo entendiera como una limitación, peor aún, como una humillación. Por eso, llegado el momento, y cuando su acción política había influido en forma marginal, pero tangible, comprobable, pacificadora, en los dramáticos sucesos nacionales, en las sangrientas guerras de religión que separaban a hugonotes y católicos, prefirió replegarse, dedicarse a leer y escribir, sus pasiones favoritas, en lugar de acudir al llamado del recién ungido Enrique IV, el de Navarra, el Bearnés, e incorporarse a su corte. En esos mismos días, o un poco antes, para ser preciso, nuestro personaje, que se encontraba en la mitad de la cincuentena y que ya se consideraba viejo, cansado, en cierto modo acabado, había iniciado, sin embargo, una curiosa y dispareja relación sentimental. Fue siempre púdico a este respecto, extremadamente discreto, respetuoso de la sensibilidad de su esposa legítima (a pesar de que confesaba con insistencia que el erotismo y el matrimonio seguían y necesariamente debían seguir caminos separados), pero podemos vislumbrar una historia entre líneas, e imaginar, y conjeturar. Ingresamos, pues, a los terrenos de la narración conjetural, ¡terrenos fecundos, terrenos predilectos del que escribe estas páginas!
Montaigne, Montaña, no era nombre de familia. El apellido familiar, típico de esa región de vinos generosos, de magníficos productos de la tierra, de buen pescado, era Eyquem. Hay un vino de Burdeos de nombre muy parecido, de especial calidad en los blancos, Yquem, pero tiene, como puede advertir el lector, una «e» menos. El padre de nuestro personaje se llamaba Pedro Eyquem, Pierre Eyquem, y era, según testimonios coincidentes, hombre de mediana estatura, fuerte, bien proporcionado, excelente jinete, fiel a la palabra dada hasta un extremo que sorprendía a sus amigos, a sus parientes, a sus vecinos. Miguel, su hijo, fue bautizado como Eyquem de la Montaña (Eyquem de Montaigne), debido al lugar donde quedaba la propiedad familiar, a unas cuantas decenas de kilómetros al noreste de Burdeos, cerca de los pueblos de Castillon y de Saint-Émilion, y él, en sus años maduros, decidió callar el Eyquem debido a probables ínfulas nobiliarias y a la necesidad de crearse un nombre de pluma, no circunscrito, desprendido de la historia de la familia, punto fundacional de un posible mito literario. Extrañamente, retrató a Pierre Eyquem, su padre, en un ensayo intitulado De l'Yvrongnerie (De la borrachería). Lo describe, sin embargo, como persona modesta, casta, prudente, que llegó virgen al matrimonio a los treinta y tres años de edad, y que después de los sesenta tenía un vigor extraordinario, una vivacidad asombrosa, y subía las escaleras que llevaban hasta su dormitorio, después de la cena, saltando de dos en dos o de tres en tres los escalones. Lo único que critica en su padre, en Pierre Eyquem, es una paradoja, quizá una broma de intelectual: su excesivo respeto por el conocimiento, por la cultura, por la academia, actitud que atribuye, precisamente, al hecho de que fuera una persona más bien rústica, de conocimientos limitados. Es un bonito detalle, que se nos puede aplicar a nosotros. En el Chile de la segunda mitad del siglo XIX, de comienzos del XX, los agricultores ricachones, los huasos brutos, para decir las cosas con claridad, los grandes señores y rajadiablos, admiraban a un Vicuña Mackenna, a un Francisco Antonio Encina, a los hermanos Amunátegui, o a un Jules Michelet, un Victor Hugo, aun cuando no los leyeran, o no entendieran una sola línea de lo que habían escrito. En el Chile de hoy, en cambio, sucede exactamente al revés: los brutos sólo admiran la brutalidad ajena, y la gente culta, para que no le falten al respeto, está obligada a disimular lo que sabe. Asisto a la ópera Lady Macbeth de Mtsensk, de Dimitri Shostakovich, y le digo a una persona que conozco y que podría entender mi comentario: esta obra es el producto de dos influencias muy diferentes, el estalinismo en sus comienzos y la vanguardia estética europea. Mi interlocutor sonríe con vaguedad, pero los vecinos de asiento, que me han escuchado, se quedan con una expresión atravesada, que no presagia nada bueno. Como si la manera mía de hablar reflejara una insolencia, un desafío, casi un insulto.
Pierre Eyquem admiraba la cultura en forma tan ingenua, tan extremada, que contrató a un preceptor, no sé si alemán o suizo, para su hijo, nacido en 1533, y le puso la condición siguiente: que sólo le hablara en latín, desde guagua, esto es, antes de que supiera hablar, a fin de que el niño lo aprendiera como quien aprende su lengua materna. De manera que Michel creció leyendo y hablando en latín y aprendió el francés como segunda lengua. Sus textos están salpicados de citas latinas y de expresiones francesas coloquiales, populares, que se escuchaban con frecuencia entre los campesinos de la región. El resultado de esta extraña mezcla es una escritura sabrosa, viva, divertida, en la que muchas veces tenemos que adivinar el sentido, pero donde el escritor se ha propuesto que ese trabajo de adivinación sea un ejercicio liviano, alegre, un divertimento, un placer adicional. El paso del francés a las citas latinas se da en los ensayos, en los diarios, en las cartas del maestro, con la más absoluta naturalidad, pero con un criterio, para mi gusto, un tanto abusivo, como si el autor pensara que todos somos latinistas, o como si no le importara un rábano que no lo entendamos, que nos quedemos en la mitad del recorrido, con la lengua fuera (para usar la palabra lengua en otro de sus sentidos). Termina Montaigne de pergeñar el retrato de su padre, el sobrio, digno, vigoroso e ingenuo Pierre Eyquem, y propone que «volvamos a nuestras botellas». Puesto que hacía una larga digresión, de acuerdo con su costumbre, pero antes había estado escribiendo sobre vinos y sobre borrachines... Después nos cuenta que Platón prohibía el vino a los menores de dieciocho años, y a los mayores de esa edad les prohibía emborracharse; los viejos, eso sí (siempre según Platón), podían ir más allá y aceptar la influencia de Dionisos, «ese buen dios que a los hombres devuelve la alegría, y la juventud a los ancianos, y que endulza y reblandece las pasiones del alma».