Escritores delincuentes
José Ovejero
7 octubre, 2011 00:00José Ovejero. Foto: Antonio Heredia
Si la mera apología de la delincuencia común fuera delito, casi no habría escritor que no mereciera un lugar en este libro de José Ovejero (Madrid, 1958). No digamos ya si el hecho de imaginar un crimen, y deleitarse en ello, estuviera penado. Tal como están las cosas, la delimitación que el autor intenta del objeto de su ensayo resulta algo escurridiza; y esta indeterminación es la causa, creemos, del gradual pero perceptible cambio de perspectiva que se observa en el discurrir del libro, que empieza considerando la figura del escritor delincuente -es decir, del que cuenta con la propia experiencia delictiva como una más, acaso la más decisiva, de aquellas con las que nutre su obra-, y termina decantándose hacia la figura del delincuente escritor, es decir, aquel que, en la forzosa inactividad de la cárcel, escribe su autobiografía, bien para autojustificarse, bien para sacar provecho de la fascinación que el ciudadano común siente por cierta clase de existencias marginales.La deriva no es baladí: supone arrastrar al lector, desde el confortable núcleo en el que se habla de trayectorias literarias avaladas por el reconocimiento, contemporáneo o posterior -las de Villon, Jean Génet, etc.- al campo abierto en el que florecen los meros testimonios autovindicativos, estremecedores algunos -los de los delincuentes británicos Jimmy Boyle y Hugh Collins, por ejemplo- y otros más bien cínicos y oportunistas, cuando no abiertamente sensacionalistas hasta rozar la repulsión, como el de Issei Sagawa, el “japonés caníbal”... Y sólo la indudable amenidad del estilo de Ovejero, su laconismo, incluso su elegancia para eludir él mismo la tentación del sensacionalismo gratuito, hacen que el lector lo siga con comodidad en este viaje que parece conducir a un punto y te arrastra irremisiblemente a otro.
Y el caso es que, en aquellas estaciones donde el libro ofrece exactamente lo que promete, el lector no sale defraudado. Quien haya frecuentado en su infancia las novelas de aventuras del alemán Karl May, por ejemplo, tendrá amplia ocasión de admirarse, no ya de las pequeñas estafas que éste cometió antes de iniciar su carrera literaria, sino del extraño designio de su obra, la desusada alternancia de banalidad y ambición que se da en ella, la inadecuación entre las propias expectativas y las capacidades reales. Certero resulta también, dentro de su parquedad, el panorama que Ovejero ofrece de la Beat Generation norteamericana y de la curiosa ambivalencia de sus autores, tentados por el éxito y la notoriedad, por una parte, y por otra sinceramente consagrados a violar todos y cada uno de los tabúes de la sociedad biempensante a la que se enfrentaban. Que en este panorama destaque por derecho propio el casi ágrafo Neal Cassady, inspiración y ejemplo vivo de lo que otros llevaron a sus páginas, ilustra suficientemente el inevitable peligro al que se enfrenta un ensayo de esta clase: la tentación constante de saltarse los límites de su objeto, en nombre de la comprensible fascinación que despiertan determinadas figuras periféricas.
En el otro extremo, el que incluye a los delincuentes que encontraron en la escritura un medio de explicarse y reivindicarse, hay también algunos casos en los que las obras resultantes pueden abordarse desde los parámetros de la mera apreciación literaria. Es lo que ocurre con Remigio Vega Armentero, un naturalista menor, que recuerda algo las pretensiones y la patética figura de Alejandro Sawa, por ejemplo; o el del hispano-cubano Carlos Montenegro, cuya literatura carcelaria va más allá de la mera autobiografía exculpatoria para teñirse de genuinas preocupaciones sociales.
Al final de su ensayo, apunta José Ovejero algunas conclusiones, que atañen más a la sociología penal que a la consideración literaria. Que algunos de estos “escritores delincuentes” se aficionaran en la cárcel a las drogas, buscaran los consuelos de la religión, tuvieran una relación ambigua y problemática con su familia o encontraran dificultades para adaptarse a la libertad al cumplir sus penas son, desde luego, rasgos que definen tanto al delincuente que escribe como al que no”.
Acaso sea en estas apuradas conclusiones donde más se aprecia la dificultad de intentar una clasificación de los escritores a partir de las circunstancias de sus biografías. Lo que mantiene intacta la pregunta esencial, aquí no formulada, pero implícita: el porqué de la literatura, más allá de las circunstancias particulares de toda la variada tipología humana que la cultiva.