Image: Dulce violencia. La idea de lo trágico

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Ensayo

Dulce violencia. La idea de lo trágico

Terry Eagleton

3 febrero, 2012 01:00

Terry Eagleton

Traducción de J. Alcoriza y A. Lastra. Trotta. Madrid, 2011. 384 páginas, 35 euros

Si algo distingue por encima de todo la obra del pensador británico Terry Eagleton (Salford, 1943), es su facilidad para escapar de las convenciones ideológicas. A quienes insisten en la filiación izquierdista de este profesor de Teoría Cultural de la Universidad de Manchester, hijo de obreros irlandeses y discípulo del crítico marxista Raymond Williams, les descoloca su persistente dedicación a las cuestiones teológicas. A quienes pretendieron anclarlo en su interés de los años setenta por el estructuralismo y la deconstrucción, ya les sorprendió en 1996 con su rotunda denuncia de las ilusiones del posmodernismo. Su estilo de crítica literaria y cultural se sitúa más bien en el espacio teórico trazado por heterodoxos como Walter Benjamin, Brecht o Batjin.

Quizá por esta marcada tendencia suya a ir a contracorriente, en el presente libro, publicado originalmente en 2003 y traducido ahora al castellano, ha querido escoger como objeto de estudio un asunto que se diría desfasado. ¿Malos tiempos los nuestros para la tragedia? Eagleton hace de este lugar común un síntoma de la pereza intelectual de una época que aprovecha sus cantos a la insoportable levedad del ser para ahorrarse el esfuerzo de confrontarse en serio con los caracteres de la existencia. El relativismo historicista posmoderno desprecia el patetismo de esta forma artística y la condena como cosa del pasado.

En cambio, cierto posestructuralismo lo ensalza demasiado, pero simplemente para condenar el presente por su superficialidad y su incapacidad para recobrar el tono trágico de las grandes obras clásicas. Pero lo que a Eagleton le preocupa verdaderamente es comprobar cómo, ante esta alternativa falaz, también buena parte de la crítica de inspiración progresista ha preferido desentenderse del estudio de la tragedia. Esta actitud pretendidamente superadora no hace en el fondo sino contribuir a un pesimismo cultural que dice que la tragedia ha muerto porque los dioses, el destino, la insondabilidad del corazón humano y el gesto heroico han cedido en nuestro tiempo ante el empuje de una vida rendida al azar, la contingencia, la falta de sentido y el desencanto.

Con su lectura política de la tragedia, Eagleton trata de cortar este nudo gordiano de la disputa entre esencialistas nostálgicos y nominalistas posmodernos. Por supuesto, se aplica con fruición, lujo de detalles y finos comentarios a desmenuzar esas grandes teorías cuya interpretación de la obra de arte trágica se muestra al servicio de la legitimación de un orden de cosas ya definitivamente caduco. Pero su intención última es la de recuperar un valor para la idea de lo trágico en nuestro mundo. El procedimiento que sigue para ello, en especial en el primer capítulo, recuerda vivamente al Benjamin de las tesis sobre filosofía de la historia: Eagleton practica un singular desmontaje de esas grandes construcciones que siempre dejan fuera del género aquello que no encaja en su solemne definición del mismo. Schopenhauer y Paul Ricoeur podrían ser dos buenos ejemplos contrapuestos: el primero se ve obligado a degradar la tragedia antigua, al afirmar que la resignación y la renuncia son esenciales a la forma trágica; el segundo clausura el género en la tragedia griega al hacer de ella un modelo insuperable. ¿Qué decir entonces de obras como Un tranvía llamado deseo?, se pregunta Eagleton.

De este modo, mediante un prolijo acopio de materiales, objeto de su certera crítica, el autor británico nos sitúa ante una "teoría en ruinas", haciendo entonces que de ese montón de escombros dispersos de teoría emerja una nueva lectura de lo trágico, en la que por detrás de las grandes escenificaciones del conflicto eterno entre la libertad y el hado, al margen de la grandilocuencia que exalta a héroes semidivinos, comparece la pura y simple realidad del sufrimiento humano. Como producto cultural, la tragedia refleja las diferentes coyunturas históricas. Pero no desatiende esos hechos más naturales que arraigan en nuestro ser genérico.

Y el caso, común a todos nosotros, es que sufrimos y morimos. Por eso, pese al gusto de un exorbitado historicismo por exagerar las diferencias culturales, lo cierto es que no hay nada hermenéuticamente opaco para nosotros en el dolor de cuerpos vencidos y en tantas aflicciones humanas como recrea el arte trágico. Es esta dimensión de la tragedia la que sabiamente rescata Eagleton: la que nos ayuda a aceptar nuestra finitud; pero con eso, también, a reconocer esas necesidades básicas que ningún proyecto político debe despreciar, enmascarando su desprecio tras sublimes proclamas.