Image: Adiós, prados felices

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Ensayo

Adiós, prados felices

Kathlen Raine

7 febrero, 2014 01:00

Kathlen Raine

Edición y traducción de Natalia Carbajosa. Renacimiento. Sevilla, 2013. 268 páginas, 17'70 euros

Si buscáramos la etiqueta fácil, a la poeta inglesa Kathleen Raine (1908-2003) podríamos ponerle la de "la última romántica"; y a ello nos atendríamos, si no fuera porque las acepciones más populares del término podrían depararnos una idea totalmente contraria a lo que queríamos decir. Raine es una romántica en el sentido en que lo eran Blake, Coleridge y Wordsworth, en el sentido en el que quiso y no pudo serlo Poe, en el sentido en el que, tardíamente y con conciencia clara de ese desfase, por todo lo que suponía para la cultura española de su tiempo, lo fueron Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez. Es decir, Raine fue una continuadora de esa tradición visionaria que, en el caso de la literatura inglesa, se remonta a los albores del Renacimiento, y cuenta en sus filas, amén de los mencionados, a Edmund Spenser o al propio Shakespeare.

Para un poeta romántico de esta estirpe, la realidad no es el panorama mostrenco que nos revela el diario bregar de nuestros sentidos con los estímulos exteriores, y mucho menos el discurso mediado que resulta de mezclar esas observaciones propias con las teorías sociológicas, morales o filosóficas al uso. La realidad es el fruto de la Imaginación, concebida, no como un arbitrario maquinar de la mente que produce meras fantasías, sino como la mirada clara y desprejuiciada que los mejores espíritus son capaces de proyectar fuera de sí para captar el orden del universo, la jerarquía de las cosas.

Desde ese peculiar ejercicio de la mirada está construido Adiós, prados felices, primera entrega de las tres que constituyen la autobiografía de Raine. En esta primera, dedicada a la infancia, adolescencia y primera juventud, la poeta delinea el conflicto básico en el que sitúa el origen de su sensibilidad: la oposición entre un padre austero y realista, devoto a partes iguales del severo protestantismo metodista y del reformismo social, y una madre sensible a la belleza y al gozo de vivir. Al primero debe la poeta, explícitamente, el discurso, "las palabras con las que lamentar la destrucción de la tradición por la educación"; lo que, como herencia de un educador vocacional, no deja de ser una paradoja. De la madre viene todo lo demás, los "dones" de las que la poeta se sabe fatalmente heredera, y que incluyen la capacidad de comunión imaginativa con la naturaleza.

Las circunstancias de esta primera fase de la autobiografía de Raine se adaptan también a este dualismo: una fase formativa en el pueblecito de Bavington, en el norte de Inglaterra, en el que la poeta encontró su Edén, es decir, el espacio en el que "la realidad interna y externa son una sola", y en el que la imaginación infantil encuentra inagotable estímulo en la inmediatez de la naturaleza, por un lado, y en la cercanía, por otro, de una Escocia más o menos mítica, en la que se sitúan las raíces de su familia materna; y una fase "de exilio" , en la que la familia vivió en el suburbio londinense de Ilford, suma de las aspiraciones y limitaciones de la modesta clase media imbuida de ideales de progreso y redención social.

Raine sabe explotar el potencial dramático. Su primer amor, un desganado romance con un chico de Ilford que aspiraba a emanciparse de las limitaciones ambientales por una temprana adhesión al esteticismo prerrafaelita, tiene algo de comedia triste, pero también de lúcido diagnóstico de la situación de la parte más insatisfecha de esa pequeña burguesía con aspiraciones. Un segundo amorío, esta vez con un profesor francés, la puso ante el espejo de alguien que reconocía la sensibilidad latente de la entonces confusa chiquilla, pero que trocó quizá prematuramente su oportuno papel de guía y maestro por el de amante... Y aquí, con unas certeras reflexiones sobre el sufrimiento, se interrumpe el relato.