Image: Algodoneros. Tres familias de arrendatarios

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Ensayo

Algodoneros. Tres familias de arrendatarios

James Agee. Fotografías: Walker Evans

13 junio, 2014 02:00

Walker Evans

Capitán Swing. Madrid, 2014. 158 páginas, 18'50 euros

"O se hace literatura, o se hace precisión o se calla uno", se equivocaba Ortega. Porque la literatura, si no es precisión, no es literatura. Una falacia muy asentada en la tradición periodística española encuentra incompatibles el estilo rico y el escrúpulo documental, la prosa frente a los hechos, cuando lo cierto es que sin una alta competencia idiomática quedan sin registro muchos matices de lo real. Cuando el trabajo verbal y la fidelidad fáctica coinciden en el mismo reportero sabemos que estamos ante un gran escritor, haga literatura de observación o de imaginación, según la distinción de Pla. Lo fue James Agee (Knoxville, 1909-Nueva York, 1955), formado en Harvard, poeta laureado, Pulitzer póstumo de novela con Una muerte en la familia. En 1932 se colocó de redactor en la revista Fortune, la misma que vetó la publicación del largo reportaje sobre los algodoneros de Alabama que le había encomendado en 1936 y que se publica ahora en España un año después de haber visto la luz por primera vez en Estados Unidos.

Tras rehacerlo varias veces para volverlo más vendible, Agee se rindió y confinó el manuscrito definitivo al cajón donde lo halló su hija pequeña en 2003. Reutilizando aquel material sí logró publicar en 1941 Elogiemos ahora a hombres famosos, hoy un clásico del periodismo americano, pero la crónica original e inédita es esta que tituló Algodoneros. Su prologuista afirma que el motivo de la censura es un misterio, pero uno se lo explica perfectamente: se trata de una lectura explosiva, sostenida por un tono de furiosa serenidad, de incendiado laconismo que va detonando la indignación social en el lector sin ceder ni por una sola frase a la demagogia. Esto lo más extraordinario y lo más natural a la vez: que la potencia de la denuncia de Agee, su fuego moral arde en la pura, descarnada pero amena descripción de la jornada, el alojamiento, la comida, la ropa, la salud, el trato con los negros o los terratenientes de tres familias miserables de aparceros sureños en los años 30, cuando la Gran Depresión venía a agravarse por la abyección estructural, secular y propia, del esclavismo sureño.

La epopeya de los Joad en Las uvas de la ira encarna con la crudeza de lo testimonial en el modus vivendi -si a eso se le puede llamar vivir- de los algodoneros retratados por la cámara piadosa de Walker Evans (Misouri,1903-Conneticut,1975), el fotógrafo del que se hizo acompañar Agee durante sus ocho semanas de trabajo de campo, nunca mejor dicho. Evans no necesita exagerar el enfoque, su objetivo en blanco y negro huye del expresionismo y del ángulo enfático porque cada bota sin cordones, cada harapo zurcido, cada cabaña de tablones y cada abisal pata de gallo en los ojos quemados de las madres algodoneras hablan por sí solos. El libro se beneficia así de una unidad gráfica y sintáctica erigida como alegato contra la desigualdad brutal, esa que se vuelve soportable gracias a la abstracción mediática y que solo el propio periodismo puede desautomatizar, devolviendo a los hechos su desnudez insoportable.

Los retazos psicológicos de Agee nos remiten a los enajenados de Faulkner, pero su pulso y paciencia para el registro de detalles es hemingwayano, de una tensión salvaje, de una ironía macabra por momentos. El lector debe digerir frases como esta: "Una partera del condado de Hale puso muchas objeciones cuando le pagaron con el cuarto bebé seguido de la misma madre". Cuando ya no puede más, el reportero desliza un juicio personal que es un grito en el cielo, lírico y económico a un tiempo, fatal como la Biblia y agresivo como el leninismo.

Sobrecogedora pieza maestra de reporterismo que debiera ser preceptiva no solo en toda facultad de Periodismo, sino en todo taller de escritura y fotografía.