Image: Años salvajes

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Ensayo

Años salvajes

William Finnegan

11 noviembre, 2016 01:00

En 1978, Finnegan encontró la ola perfecta en una isla minúscula en Fiji

Traducción de Eduardo Jordá. Premio Pulitzer. Libros del Asteroide. Barcelona, 2016. 26'95€, Ebook: 13'99€

Los principales relatos sobre surf, del capitán Cook a Tom Wolf, fueron escritos por personas que no habían surfeado y que eran propensas a una retórica cursi sobre el goce de este deporte, al tiempo que malentendían irrisoriamente su mecánica y sus valores. Pero cuando los surfistas empezaron a escribir sobre el tema en los sesenta, por lo general, lo que crearon fue malo en otro sentido: pretencioso, semiletrado, pomposo o, simplemente, trivial. Se diría que el surf, cual culto mistérico pagano, se resistía a su representación literaria, y que su debida comprensión quedaba reservada exclusivamente a unos iniciados que estaban demasiado ocupados surfeando como para aprender a escribir.

Entonces, en el verano de 1992, apareció en The New Yorker un extenso artículo en dos partes, escrito por William Finnegan, que fue reconocido de inmediato como una obra maestra. El relato, sabio y espléndidamente evocador, habla de cabalgar las olas grises, gélidas y poderosas de San Francisco, y combina el conocimiento profundo de un surfero empedernido que ha viajado por el mundo con las observaciones de un etnógrafo nato y la compostura irónica de un escritor de la plantilla de The New Yorker.

El argumento es el cada vez más ambivalente sentimiento de Finnegan en relación con el surf; su convicción de que ha entregado vida de sobra a este deporte, o "senda", o lo que quiera que sea. Para el autor, gran parte de cuya identidad está ligada a él, esta ambivalencia es sinónimo de una crisis personal, pero también el requisito literario crucial que proporciona la distancia crítica gracias a la cual puede ver la práctica del surf con una clarividencia sin parangón.

Aquel artículo aludía a menudo a otros capítulos de las mil historias de la vida de surfero de Finnegan, pero en los casi 25 años transcurridos desde entonces solo se han dado rumores sobre las memorias que parecían una consecuencia inevitable del artículo. Con Años salvajes tenemos por fin ese libro extraordinario. Se trata del retrato de un surfista en su integridad, lo cual es motivo para lanzar las capuchas de neopreno al aire.

Criado en el sur de California en las décadas de 1950 y 1960, Finnegan aprendió a surfear en Hawái, donde su padre, que trabajaba en televisión, mudó a la familia para dos temporadas de trabajo al principio de la adolescencia de Finnegan. Las descripciones del trato humillante que le daban en el colegio hawaiano de secundaria por ser haole (blanco) son terribles, señaladamente humorísticas y psicológicamente reveladoras. Las cosas le van mucho mejor en el agua, donde se gana el respeto de los lugareños, tiene su primera experiencia terrorífica con las grandes olas y queda absolutamente hechizado.

Años salvajes

El surf llevó a Finnegan alrededor del mundo. Este deporte se convirtió mientras tanto en un fenómeno global, pero también provocó que las playas desde Malibú hasta Pipeline se abarrotasen de gente. Como consecuencia de este destrozo, los surfistas aventureros como él salieron en busca de la soledad y de la ola perfecta y virginal. Por el camino, Finnegan y su compañero de viaje acabaron cargando con el peso de algo más que sus mochilas y sus tablas de surf. Por una parte, "dedicarse a perseguir olas era dinámico y ascético, radical en su rechazo de los valores del deber y el éxito convencional". Por otro, "ser estadounidenses blancos y ricos en sitios extremadamente pobres (...) en ningún caso podía estar bien. Inevitablemente, éramos deplorables, y lo sabíamos". En otras palabras, una vez que abandona la fase de la rebelión adolescente, el surf se presenta como una pasión conflictiva, y uno de los muchos puntos fuertes del libro consiste en que aborda impávido las diversas formas que adopta el problema a medida que Finnegan madura, se entrega a la carrera periodística y tiene una familia.

Con todo, la ola perfecta la encontró en1978 en una isla minúscula en Fiji. El momento de la revelación es el equivalente en surf a "Al leer por primera vez al Homero de Chapman" de Keats: "Nos volvimos y dirigimos los prismáticos a la minúscula isla al otro lado del canal. Mirábamos justo en dirección a la ola. Era una ola izquierda larga, muy larga, que se iba estrechando con suma precisión. Sus paredes eran gris oscuro contra un mar gris pálido. Allí estaba. La alineación tenía una simetría sobrenatural. Las olas que rompían se despegaban tan uniformemente que parecían fotos fijas. Allí estaba. Mientras miraba fijamente a través de los prismáticos, me olvidé de respirar durante series enteras de seis olas. Allí, por Dios; allí estaba".

La rompiente de Fiji -en la actualidad una de las más famosas del mundo- es una de las que Finnegan conoce de manera íntima y magistral. De hecho, si el libro tiene algún defecto, es la envidia que suscita infaliblemente en el viajero surfista de salón tanto romance voluptuoso con unas olas que son las supermodelos del mundo del surf. Años salvajes contiene demasiados elementos pasmosos y originales como para que aquí se pueda hacer algo más que mencionarlos; observaciones sobre la práctica del surf que nunca se habían hecho antes, o, desde luego, no tan bien: los estados de ánimo, de "agradable melancolía" o "suave euforia", que siguen a la práctica del deporte; la "vehemente y salvaje inclinación al llanto" que aparece tras una cabalgada o un descenso particularmente intensos; las increíbles expresiones faciales de un surfista en el momento de cabalgar una ola difícil, y las descripciones visionarias de la belleza del océano que de vez en cuando te sale al encuentro mientras estás surfeando, pero a la que casi nunca se hace justicia.

Muy notables son los generosos aunque implacables retratos de las competitivas amistades entre surferos. Como dice Finnegan, "el surf es un jardín secreto en el que no es fácil entrar. Mi recuerdo del descubrimiento de un punto, de cómo llegué a entender una ola, es inseparable del amigo con el que intenté escalar sus paredes".

Ahora, la ola perfecta de Fiji tiene un complejo turístico que cuesta 400 dólares al día. Da igual. La ola es tan sublime como siempre. Así lo descubre un Finnegan sesentón cuando vuelve a surfearla en las últimas páginas del libro. La corrupción del litoral no consigue contaminar o alterar el juego cargado de adrenalina y empapado de gozo en el océano. La ola y el surfista no tienen edad, porque, después de todo, el surf es un culto pagano, y Años salvajes son sus confesiones.