Image: La guerra alemana

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Ensayo

La guerra alemana

Nicholas Stargardt

17 marzo, 2017 01:00

Colonia, 1945. Una mujer alemana entre las ruinas. Foto: John Florea

Traducción de Ángeles Caso Machicado. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2017. 800 páginas. 29,50€

La Segunda Guerra Mundial fue extraordinaria no solo por la violencia desatada por el Tercer Reich, sino también por la manera en que la Alemania de Hitler cayó derrotada. La defensa suicida, al estilo kamikaze, quedará asociada por siempre con Japón, pero la que en realidad se autoinmoló fue la Alemania nazi. Mientras Hitler viviese, no podía haber negociación. No habría rendición; nada de repetir el armisticio de 1918. El resultado fue la devastación no solo de gran parte de Europa central, sino también de la propia Alemania.

En el curso de la guerra murieron 5,3 millones de hombres combatiendo con el uniforme de la Wehrmacht. Casi un millón de civiles alemanes perdieron la vida en los ataques aéreos y en la limpieza étnica que siguió al conflicto bélico. Las víctimas del propio país superaron con mucho a las de toda Europa occidental junta. A esto se añade que, a medida que la guerra avanzaba, la violencia crecía. La mayoría de las muertes tuvieron lugar en los últimos y desesperados meses, el peor de los cuales fue enero de 1945, cuando, en cuestión de semanas, la Wehrmacht registró 450.000 bajas, más de las que Estados Unidos sufriría en todas sus guerras del siglo XX. Tras el conflicto, mientras que en Alemania descendía un velo de silencio sobre el Holocausto, no ocurrió lo mismo con la propia guerra. En la literatura de ficción, en el periodismo y en el cine, más allá de las divisiones políticas y teológicas, Alemania oriental y occidental lloraron sus "victorias frustradas", la devastación de sus ciudades y la extinción de la civilización germánica en el Este. Más o menos amortiguado, el debate ha subsistido hasta nuestro días. En Berlín, no tener que celebrar este año el 70° aniversario con la Rusia de Putin ha sido motivo de alivio apenas disimulado.

En comparación con la preocupación constante de la opinión pública alemana, la atención de los especialistas ha sido más voluble. Hasta la década de 1990, los historiadores académicos no empezaron a sumergirse en la experiencia viva de esta inmensa contienda que convirtió a millones de alemanes tanto en agentes como en objetos de una violencia sin precedentes. Intentar entender una sociedad repleta de víctimas y criminales no es tarea agradable.

La guerra alemana

Una posible reacción es alinearse con Jonah Goldhagen y declarar culpable al conjunto de los alemanes. Sin embargo, el panorama que describe Nicholas Stargardt en su apasionante nuevo libro es muchísimo más sutil y convincente. La guerra alemana nos introduce en las vidas de hombres y mujeres de toda condición que lucharon, sobrevivieron y sufrieron: soldados rasos, comandantes de tanque y oficiales del Estado Mayor; el guardia del campo de prisioneros que se preocupaba por apremiar a los hambrientos condenados para que formasen filas ordenadas para recibir el rancho y que contempló impasible cómo se llevaban a su tutor ruso para fusilarlo; el católico obsesionado con el deporte que dio refugio en su gimnasio al judío que pasaba por allí; los jóvenes que representaban de nuevo las páginas de las memorias de Verdún de Ernst Jünger; el duro oficial de un Panzer que se vio obligado a reconocer que los alemanes podían recibir lecciones de heroísmo de los rebeldes malditos de Varsovia; las parejas que se esforzaban por mantener relaciones que, de improviso, eran a distancia; la inconsolable esposa que llevaba un diario para un marido que nunca volvería de Stalingrado; la descarada "nueva mujer" a la que la guerra ofrecía la posibilidad de salir de compras y tomar el sol; el esquizofrénico traumatizado cuyo torbellino delirante estaba compuesto por fragmentos de los machacones discursos de Goebbels.

Stargardt, que es catedrático de Historia Moderna Europea en la Universidad de Oxford, enriquece el contenido de conocidos estereotipos como el de los "hombres corrientes" que se encontraron a sí mismos metidos hasta el cuello en los campos de exterminio de Polonia y Ucrania, los protestantes nacionalistas que se esforzaban por adaptar su fe a los "nuevos tiempos", o los católicos empedernidos que se negaban a acomodarse al régimen ateo de Hitler.

Pero el libro no es un inventario estático de tipos sociales y políticos. Lo que le confiere todo su dramatismo es que nos muestra las identidades políticas y personales en acción. Quizá la caracterización del Tercer Reich más interesante de los últimos tiempos haya sido la que nos brindó la magnífica aunque espeluznante imagen de los alemanes "acicalándose" para armonizarse con el régimen de Hitler, obra de Peter Fritzsche. En Vida y muerte en el Tercer Reich, el autor esbozaba la imagen de un país inmerso en un acto colectivo de "autoamoldamiento" para "estar a la altura" de la dureza, el rigor y el dinamismo exigido por los ideales nacionalsocialistas.

Con el mismo espíritu, el libro de Stargardt retrata la guerra como un acontecimiento inmensamente disruptivo que trastocó la anterior visión de las cosas y obligó a los alemanes a plegarse al patriotismo que unificaba a la aplastante mayoría con una serie de brutales conmociones emocionales, políticas e intelectuales. Lo que nos muestra es la labor diaria de interpretación, el esfuerzo por dar sentido al asesinato, la muerte y la destrucción.

Aunque la comparación pueda parecer transgresora, uno no puede evitar pensar en el multitudinario coro de voces que otorgaba a Los años del exterminio -la historia del Holocausto de Saul Friedländer- su poder devastador. Friedländer permanecía junto a sus testigos y sus víctimas judíos hasta el último instante posible, reviviendo así el horror desconcertante y total de su asesinato. Stargardt logra algo similar permaneciendo igualmente junto a sus protagonistas hasta el amargo final. El hecho de que estos sean al mismo tiempo criminales y víctimas no hace sino incrementar el efecto perturbador.

Para escribir así se necesitan una sensibilidad y una complejidad psicológica poco frecuentes, combinadas con un cierto grado de audacia. Asimismo, hace falta estar dispuesto no solo a tolerar, sino también a dar un uso productivo al interés de los alemanes cultos por la filosofía, la poesía y la teología. A medida que escuchamos a las fuentes de Stargardt, vamos recordando que esa fue la época de Heidegger, Sartre y Karl Barth.

Stargardt relata el esfuerzo de los alemanes por entender el abismo abierto por su violencia, y cómo concebían su peligroso tránsito a través de él.
Además de Nietzsche y Goethe, su imaginario estuvo impregnado por el gran resurgimiento de Hölderlin, el más enigmático de los poetas alemanes, cuyo centenario se celebró con pompa en 1943. Acertadamente, el autor hace del concepto rúnico del Abgrund -el abismo- de Hölderlin, el tema recurrente crucial. A algunos de los contemporáneos más sesudos, concluye, la autodramatización existencial les proporcionó una vía escapista para evadirse de la responsabilidad personal y política inmediata.

Pero Stargardt no impresiona solo como historiador de la cultura. También posee un domino asombrosamente sólido de la literatura militar de la guerra, lo cual es imprescindible. Ninguna explicación de la capacidad de adaptación alemana puede ser convincente si no conocemos tanto el ímpetu de las ofensivas de la Wehrmacht entre 1939 y 1941, como la agónica acción en la retaguardia de un extremo al otro de la inmensidad de Ucrania y Bielorrusia, a lo largo de la península Italiana, y, hasta el último momento, en las ciudades-fortaleza, desde La Rochelle hasta Breslau y Berlín.

Como muestra Stargardt, la identificación con los combatientes vivida día a día y paso a paso a través de los boletines y los noticiarios del Ejército fue lo que tuvo en suspenso a la población alemana e hizo que conservase su entusiasmo y se negase a perder la esperanza hasta el instante final.

Si se puede sacar algún defecto al libro es que se adhiere demasiado estrechamente a la nueva ortodoxia de la historia de la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes de Stargardt libran su guerra exclusivamente en un eje Este-Oeste, desde las orillas del Canal de la Mancha hasta el Cáucaso.

Este enfoque está justificado. En las historias de la Guerra Fría, el frente del Este estuvo vergonzosamente abandonado durante demasiado tiempo. Pero, con su concentración monolítica en las "tierras de sangre", la nueva ortodoxia ha acabado siendo un relato limitado al este de Europa de lo que, al fin y al cabo, fue una guerra planetaria. Cuando Goebbels organizó su transmisión radiofónica simultánea para las Navidades de 1942, los acordes de "Noche de paz" se pudieron oír resonando desde Lillehammer y Laponia hasta el Norte de África y Creta. Stalingrado era el vértice oriental de un vasto triángulo continental. Esta violenta y excitante desprovincialización formó parte integrante de la experiencia bélica alemana. La ulterior extralimitación sería fatal para el Eje. Se perdieron tantos soldados en Túnez como en el "caldero" de Stalingrado. Otros cientos de miles montaban guardia en los fiordos de Noruega.

El hecho de que cerremos el libro con ganas de más es prueba de la ligereza con que lleva su peso colosal. Al darnos a conocer el esfuerzo de los alemanes por entender el abismo abierto por su violencia y cómo concebían su propio peligroso tránsito a través de él, Stargardt nos hace entrega de una obra histórica verdaderamente profunda.