Image: El reino del lenguaje

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Ensayo

El reino del lenguaje

Tom Wolfe

14 septiembre, 2018 02:00

Tom Wolfe. Foto: Mark Seliger

Traducción de Benito Gómez Ibáñez. Anagrama. Barcelona, 2018. 184 páginas. 17,90 €. Ebook: 9,99 €

¡¡¡¡BANG!!!¡¡¡CRACCCCC!!!

Pero, ¿qué es esto? ¿Darwin molesto por una reseña anónima en The Athenaeum? ¿Qué estamos haciendo aquí, y por qué nos acompaña Tom Wolfe (1940-2018)? La portada pop de su último libro proclama el título del ensayo en azul cobalto y amarillo lisérgico: El reino del lenguaje. No se puede culpar al lector por albergar la esperanza de que el maestro haya invocado a una musa de fuego y garabateado unos cuantos miles de abrasadoras palabras sobre los radicales numerarios, los emprendedores morales y los oportunistas políticos que patrullan hasta las declaraciones de la gente corriente en busca de manifestaciones fuera de tono. Sin embargo, con lo que nos encontramos es con la inspiración de una musa de baja intensidad, de sudamina, de aulas sofocantes y termostatos estropeados. El libro no trata de las guerras culturales, sino más bien de la naturaleza esencial del lenguaje y de los orígenes de este concebidos como -¡¡¡¡¡ZZZZZZZZ!!!!!- disciplina académica.

Lo que tenemos entre manos es una obra breve de un gran escritor sobre una materia insulsa que acaba complicándose por la voluntad de digresión de un anciano. Al final, el resultado es todo un éxito. El tema es, con mucho, demasiado amplio para un tratamiento tan breve, y el compromiso vitalicio de Wolfe de carbonizar hasta los temas más esotéricos lo lleva a quedar atrapado en tal cantidad de cotilleos al margen -como el del científico cuya mujer e hija sufrieron un ataque de diarrea explosiva durante el trabajo de campo del especialista en Amazonia, o la ansiedad de clase de un visitante del XIX a la Sociedad Linneana- que el lector acaba preguntándose a dónde quiere ir a parar exactamente.

Pues resulta que su objetivo es doble. Uno consiste en informar sobre los descubrimientos de los Grandes Hombres de Ciencia que han estudiado el lenguaje a lo largo de la historia; el otro, en pinchar a Noam Chomsky. En lo que respecta al primero, no hay mucho que comentar. En cuanto al segundo, no se puede decir que Wolfe haya sido el primero en aceptar el reto, pero lo hace con su humor característico y con una precisión salvaje. Como quiera que sea, ahí va.

La evolución no explica el desarrollo del lenguaje, y lo máximo que Charles Darwin y sus seguidores lograron ofrecer fue una suposición. ¿Es posible que los seres humanos desarrollasen el lenguaje imitando los sonidos de los animales? Los eruditos se integraron en diversas "tribus" y "enclaves étnicos" para estudiar sus lenguas, pero aprendieron poco acerca del origen del lenguaje. Y entonces, ¿qué? Pues Chomsky. El lingüista es exactamente la clase de personaje de la Nueva Izquierda al que Wolfe está en condiciones de hacer picadillo como nadie. Sin embargo, dada la ostensible amplitud del proyecto, su política podría parecer, como mucho, una nota al pie, y eso si llega.

Como recordarán, Chomsky fue el autor de la revolucionaria teoría de que el lenguaje -o, como mínimo, la capacidad de aprenderlo- es innato, lo cual explica por qué los niños de todo el mundo lo aprenden a la misma edad y de la misma manera, a pesar de las grandes diferencias entre los idiomas. Su teoría ha logrado una aceptación tan amplia -y a estas alturas hay tantas carreras académicas que dependen de su validez- que las objeciones a ella suelen ser recibidas con unánime resistencia. La reputación del estudioso es celeste. Chomsky fue nombrado uno de los "Héroes de nuestro tiempo" de The New Statesman; una encuesta conjunta de las revistas Prospect y Foreign Policy le otorgó el título de intelectual número uno del mundo; la lista de los 100 filósofos más influyentes de todos los tiempos de la Enciclopedia Británica lo sitúa, afirma Wolfe, "al lado de Sócrates, Platón, Aristóteles, Confucio, Epicteto, Tomás de Aquino. [...] No con cualquiera, pues, sino en el elenco de los inmortales".

Lo que tenemos entre manos es una obra breve de un gran escritor sobre una materia insulsa que, sin embargo, es todo un éxito

Naturalmente, lo que le ha granjeado tales encomios no ha sido únicamente su trabajo como lingüista, sino su sólida reputación de activista político, que arranca con su famoso ensayo de 1967 sobre la Guerra de Vietnam y "La responsabilidad de los intelectuales" de oponerse a ella. "Desde el primer párrafo hasta el último", informa Wolfe, Chomsky "arremete contra los gobernantes ‘capitalistas' de Estados Unidos, su abúlica prensa y sus intelectuales, tan pronto apáticos como maleables". El ensayo está "tan repleto de jerga marxista que la gente lo tomó por un miembro de la izquierda radical, si no un verdadero comunista. Sin embargo, Chomsky denunció siempre tanto a la Unión Soviética y el marxismo-leninismo como a Estados Unidos y el capitalismo. Estaba por encima de sus vulgares batallas. Un dios iracundo hablaba desde un plano superior".

Gran parte de todo lo desagradable -y, en el peor de los casos, fraudulento- del sistema universitario estadounidense se puede atribuir, en última instancia, a "la responsabilidad de los intelectuales". Esto autorizaba a cualquier profesor de Ciencias de la Vida falto de inspiración adjunto a algún mediocre departamento de Inglés a verse a sí mismo no como un instructor, sino como un "intelectual", como una persona cuya opinión sobre la política exterior estadounidense era por sí misma más valiosa que la de los hombres y mujeres corrientes de los que, irónicamente, se proclamaba defensor. Por el mero hecho de manifestar cualquier opinión doctrinaria de la izquierda, esas personas podían transformarse en Zolas modernos cuya existencia era una necesidad vital para la conciencia del país. Al margen de la pesada tarea de corregir anodinos trabajos sobre Huckleberry Finn. Escribir mecánicamente un artículo instando a la virtud para el Huffington Post era más importante para la propia carrera, para Estados Unidos y para tus estudiantes.

El ataque de Wolfe a Chomsky -al que llama Noam Carisma- es preciso, mordaz y no poco merecido. Pero, ¿qué tiene que ver con el tema del lenguaje? Pues no demasiado. Afortunadamente. Sin embargo, al poco volvemos a nuestro largo recorrido para enterarnos de qué es el principio chomskiano de la -¡¡¡¡¡¡¡¡ZZZZZZZZZZZ!!!!!!!!- "recursión", y de que la lengua de una tribu brasileña llamada piraha opone una objeción significativa al mismo. Este capítulo es profundamente deudor de un maravilloso perfil biográfico del lingüista Daniel Everett escrito por John Colapinto para The New Yorker, quien resume las teorías fundamentales de Chomsky con más claridad que cualquiera de las contribuciones de El reino del lenguaje, aunque no importa, porque la lectura coherente de este desconcertante librito queda recompensada por el hecho de que, al final, se acaba.

Wolfe tiene mucho en común con Noam Carisma. Los dos han transformado tan profundamente sus áreas de actividad que nadie que se adentre en cualquiera de ellas puede hacerlo obviando sus largas sombras. Uno tiene la sensación de que Wolfe está tan molesto por su omisión del elenco de inmortales como por la inclusión de Chomsky. Sin embargo, el lector también sabe que, dentro de cien años, la obra que se seguirá leyendo, la que sobrevivirá imperecedera sean cuales sean los nuevos descubrimientos, será la de Wolfe. A la larga, suyo es el reino.

© NEW YORK TIMES BOOK REVIEW