Mapa para leer a Joyce
James Joyce en Zúrich
Un fluido de letras, una música del idioma, una imaginación verbal casi sobrehumana, juegos de palabras que sacan a la luz relaciones insospechadas de la lengua, el ingenio imbatible para organizar el material literario en monólogos interiores, conferencias, titulares de periódicos o ¡catecismos!... Todo esto parece aprobado incluso por los lectores más reticentes, pero en demasiadas ocasiones se admite solo a cambio de lanzar de inmediato la conocida retahíla: que Joyce (¿de quién otro podríamos estar hablando?) es un autor gélido, reticente a la emoción, que se complace en escribir sobre personajes amargados, con una mirada casi alienígena sobre los seres humanos.Hace mucho que los lectores de Joyce (que suelen ser gente paciente, segura de su gusto y que prefiere disfrutar de las continuas maravillas y alegrías que ofrece Joyce a participar o a interrumpir las trifulcas y celadas que organizan sus infatigables, e indignadísimos, detractores) sabemos que todas estas acusaciones de frialdad son, o bien una maledicencia o un desatino: ¿puede ser una nouvelle mucho más emocionante que el relato de Joyce sobre la pervivencia de los amores muertos entre los amores vivos? ¿Se puede escribir con una imaginación más cálida cómo se abre paso la vocación literaria adolescente entre las masas grises del fanatismo religioso y las bruscas demandas del nacionalismo? ¿Hay un reconocimiento más esperanzado, y al mismo tiempo desgarrador, que el encuentro y la conversación posterior de Dedalus y Bloom, después de quinientas páginas navegando en sus respectivas desorientaciones?
Lo que ni el más fanático lector de Joyce afirmará (bueno, igual alguno encontraríamos) es que el acceso a estos núcleos de emoción sea inmediato. Y no solo porque Joyce interponga delicias verbales y un sinfín de técnicas innovadoras sino porque no se detiene a explicitar las reglas del juego: sus narraciones no le explican educadamente al lector quiénes son los personajes principales y qué relaciones han establecido entre ellos, ni tampoco vemos cómo se van formando sus objetivos e intereses (en lo personal le agradezco hasta las lágrimas que nos sustraiga de tales aburrimientos); Ulises y Los muertos empiezan en medio de un mundo ya lanzado, con unos personajes inmersos en problemas antiguos y cuyas relaciones debemos reconstruir por nuestros propios medios. Joyce es un devoto del presente, un libro como Ulises funciona igual que si sumergiéramos un micrófono en el cerebro de una persona viva: la memoria no se despliega ante el lector como una alfombra de dibujos bien tramados, sino como fogonazos indisciplinados convocados por las aventuras del día. Justo como nos sucede a diario a todos.
La mejor manera de leer a Joyce es la relectura: recorrer el libro por primera vez para trazar un mapa, y después volver (y volver y volver) con una mirada ya educada. Para quien sea reacio a la relectura le recomiendo que acuda a un "libro de claves", y si está pensando en sumergirse en el Ulises o darse un paseo por el Retrato no lo duden ni por un segundo: les será de considerable ayuda tener a mano la monumental biografía de Richard Ellmann (1918-1987), James Joyce, que Anagrama acaba de reeditar. Ellmann, profesional competentísimo, gran conocedor de la cultura irlandesa, y autor de otros estudios de mérito sobre Wilde, Yeats y Beckett, además de ser uno de nosotros (otro fanático de Joyce) es un profesional consciente del desajuste que su obra provoca en muchos lectores; aquí la declaración de intenciones con la que se abre el volumen: "Todavía estamos aprendiendo a ser contemporáneos de Joyce, a comprender a nuestro intérprete". De manera que Ellmann no añade complicaciones a la dificultad ni sombras a la oscuridad sino que con un competente ánimo servicial (el libro, contraviniendo el gusto de Joyce por barajar pasado, presente y futuro, sigue un confortable orden cronológico) expone a James Joyce desde múltiples perspectivas: los orígenes familiares, la formación, la huida, los proyectos artísticos, la correspondencia, las vicisitudes de sus obras, el amor y la paternidad, el nacionalismo, la Iglesia, las complicidades con otros escritores...Ellmann nos familiariza con la imaginación y las emociones de Joyce, un escritor que parece que dejó atrás para siempre Dublín a cambio de dejar allí encerrada su obra
La biografía de Ellmann afecta al lector en varias dimensiones: presenta al Joyce cuya vida combinó el sacerdocio de la escritura con un individualismo implacable ("silencio, exilio y astucia" podría ser su lema), da las claves para adentrarnos en sus trabajos de ficción y anima ante la mirada del lector la vida, los anhelos y los miedos de los irlandeses; Ellmann nos familiariza con el sustrato de la imaginación y las emociones de Joyce, un escritor que por momentos parece que dejó atrás para siempre Dublín a cambio de dejar allí encerrada su obra. Solo que no siempre está claro si con este cambio salió ganando el hombre o la obra, aunque tratándose de Joyce lo más probable es que beneficiaran ambas dimensiones.
Ellmann publicó este libro en 1982, que una década después estrenaba la Biblioteca de la memoria de Anagrama. Entretanto es posible que el escrutinio constante de los estudiosos de Joyce haya recabado datos nuevos o emborronado alguna de las afirmaciones de Ellmann. Tanto da. Para mi generación (y supongo que para los algo mayores y los algo más jóvenes) este es el libro de los conjuros, de las claves, el mapa de la iniciación. Y como los desafíos y las fascinaciones de Joyce siguen vivos y no pasa un mes sin que una nueva leva de lectores se adentre en sus libros, su reedición puede celebrarse como una de las novedades más felices del curso.
@gonzalotorne