La novela que le ha valido a Ignacio Sanz (Segovia, 1953) su segundo Premio Ala Delta, que convoca cada año el sello Edelvives, se edifica sobre la memoria de una niña que, sin salir de su pequeño pueblo de Piñares, descubre la belleza del campo y la trascendencia de las pequeñas cosas de la vida -aquellas que los libros no nos acaban de enseñar- a través de su amistad con un viejo leñador del lugar al que acompaña en sus largas caminatas por el monte. Un legado en el que, como buen cicerone, Marcial descubrirá a su pequeña y atenta acompañante cómo las ardillas pueden volar aunque no tengan alas, el particular idioma de las urracas o la maravilla de los árboles centenarios a los que no deja de abrazar antes de talarlos. Una amistad, que también se va fraguando sobre los recuerdos de sus aventuras canadienses y otros muchos avatares capaces de mantener siempre viva la curiosidad de la joven narradora. Recuerdos que, por desgracia, se van poco a poco desdibujando en la cabeza cansada de este gran contador de historias. La sonrisa que asomará al rostro de los lectores durante los sustanciosos diálogos entre el maestro y su pupila, la riqueza de un vocabulario con todo
el colorido léxico que es capaz de brindarnos la inacabable naturaleza, además del encanto y la belleza de una fábula que celebra la desigual amistad entre dos personajes tan dispares, justifican sobremanera el galardón que ha vuelto a reconocer con justicia el texto del escritor segoviano tan oportunamente ilustrado por Esther García.