Novela

Niños

Jordi Martín Jurado

10 enero, 1999 01:00

Premio Jaen 1998. Debate. Madrid, 1998. 191 páginas, 1.900 pesetas

E l arte irracional, postularon los surrealistas, no sólo no debe obedecer a las leyes del mercado, ni tratar de contentar al público, sino que debe asumir los peligros que contiene: el hermetismo o -más grave- tal claudicación de la forma que lo arrastre a la trivialidad. No es frecuente hallar obras realmente arriesgadas y heterodoxas en el maremágnum del actual mercado editorial, ni siquiera cuando se habla de autores incipientes. Pero esta primera novela es heterodoxa y, desde luego, arriesgada,y ambas cosas en demasía. Es también, como reza la contracubierta, "disparatada", lo cual significa lo mismo que "irracional". Sin duda: no hay en ella un argumento definido: se construye a partir de pequeñas escenas -muy repetitivas, por cierto- en las que su protagonista, un niño de edad indeterminada, vive situaciones absurdas a causa de su maravillosa facultad de "hacer niños". Esto es: de crear de la nada pequeños seres humanos a los que utiliza para terminar destruyendo con no poca crueldad. Hay también personajes secundarios: la profesora, la cuñada, el hermano… todos enredados en ese irracionalismo que ni emociona al lector - como podría esperarse, ya que racionalidad y emotividad parecían dogmáticamente opuestos-, ni lo seduce, ni lo interesa. Al contrario: el libro acaba convertido en una tediosa repetición de hazañas similares, en las que el personaje se limita a comer polos, crear niños, destruirlos y relacionarse -mal- con los demás, hasta que al final se enamora de la profesora, aunque nos quedamos sin saber si ese amor le redimirá de algo. Se adivina cierta crítica hacia las instituciones, las ideologías y los convencionalismos sociales -y en eso sí se parece el autor a Boris Vian, a quien se le compara en la contracubierta-, pero lo absurdo es tan absurdo y lo inverosímil tan inverosímil que a medida que avanza por sus páginas el lector siente que lo que se le cuenta no le interesa en absoluto, y que hasta puede ser que le aburra. Pero no importa. Al cabo, el arte irracional siempre fue libre y autodeterminista, y la diversión del lector podría confundirse con la asunción de ciertas reglas del juego mercantil. Con todo, el riesgo siempre es admirable. Aunque sea desde una admiración desapasionada.