Novela

Arrancad las semillas,...

Kenzaburo Oé

4 abril, 1999 02:00

Traducción de Miguel Wandenberg. Anagrama. Barcelona, 1999. 183 páginas

Esta novela de escritura sólida, compacta, líricamente cruel y perfecta que anticipa, como primera novela de Oé, muchos de los temas que son recurrentes en su producción literaria, y marcan un escritor maduro en plena juventud

P ublicada en 1958, esta novela poseída por la fascinación presenta una escritura sólida, compacta, líricamente cruel y perfecta que anticipa, como primera novela de Oé, muchos de los temas que son recurrentes en su producción literaria, y marcan un escritor maduro en plena juventud. El premio Nobel de Literatura de 1994 nos sitúa en un espectro temporal cercano a la derrota japonesa en la Segunda Guerra Mundial. La narración es el largo recorrido de un puñado de adolescentes procedentes de un reformatorio, que son evacuados a un pueblo perdido en las montañas, para ser posteriormente abandonados en una aldea, cuyos habitantes han huido por una temida epidemia.
Como en muchos de los libros de Kenzaburo Oé, existe en Arrancad las semillas, fusilad a los niños un tema conductor de la narración, como es el proceso de identificación con la naturaleza circundante, en este caso del bosque, que rodea y marca la "frontera" de la aldea abandonada ocupada por los adolescentes. Este escenario sirve para resaltar los instintos de los personajes, en una fábula ritual que marca la crueldad humana, la naturaleza del hombre y sus límites en una situación de supervivencia. Como relata el propio narrador del libro, el joven protagonista, "eran tiempos de muerte. Igual que un prolongado diluvio, la guerra descargaba su locura colectiva, que tras invadir el cielo, los bosques y las calles, habían penetrado en las personas para inundar hasta los más recónditos recovecos de sus sentimientos".
Oé va diseccionando esa hostilidad y animadversión hacia ese pequeño grupo humano, y nos ofrece una galería de personajes que viven en la marginación social, en la pobreza, en el desprecio, que tienen que sobrevivir en el más absoluto abandono. La guerra aparece como un lejano telón de fondo, en medio de una naturaleza misteriosa, inhóspita y terrible, y se hace presencia a través de otro personaje automarginado: el desertor. Todo el pueblo organiza una cacería humana para hacerse con esa presa.
Los ecos de Dostoievski resuenan a lo largo de estas páginas, y confieren a la narración esa profundidad psicológica que aprehende las miserias del ser humano. Como contraposición, el mundo de los niños, como en El señor de las moscas de Golding, ofrece también el microcosmos social donde puede abrirse alguna esperanza: "En aquellos tiempos de muerte, de locura, parecía que sólo los niños éramos capaces de establecer estrechos lazos de solidaridad".
Pero tras un breve lapso de tiempo en el que esa concordia les permite crear una estructura social elemental basada en rasgos humanizados, las relaciones interpersonales que se crean van desintegrándose de manera fatal entre los personajes: el protagonista y su hermano, los distintos camaradas, la niña abandonada, el joven coreano, el desertor, los habitantes del pueblo.
El bosque será el interrogante final, metáfora de la naturaleza y de la vida, y otra presencia hará terrible el discurrir de esos seres condenados: la muerte será ritualmente el personaje que pueble el espacio y el tiempo que les ha tocado vivir.
Lúcidamente Kenzaburo Oé ofrece un recorrido por un tiempo cruel, por una violencia humana, por una identidad, con una reflexión que rompe los tópicos y se hace universal en su escritura punzante como un bisturí. Las terribles historias de esos adolescentes permanecerán en la memoria del lector, que no tiene más que ojear cualquier periódico para ver su actualidad. La infancia ya no será la patria del ser humano, sino el lugar del destierro perpetuo, el interrogante hacia la nada.