Novela

La pérdida de la razón

Horacio Vázquez-Rial

2 mayo, 1999 02:00

Ediciones B. Barcelona, 1999. 231 páginas, 1.900 pesetas

E n la obra narrativa de Horacio Vázquez-Rial (Buenos Aires, 1947) va configurándose una organización que recuerda los planteamientos de Balzac y, en menor medida, de Galdós y otros autores que ocasionalmente han seguido esta pauta, desde Baroja a Gonzalo Suárez: las reapariciones de personajes en novelas distintas, unas veces ocupando el primer término de la escena y otras con funciones secundarias o apariciones episódicas. De este modo, la obra del escritor, sin dejar de estar constituida por una serie de relatos independientes, se presenta, a la vez, como la síntesis de un mundo fragmentado y coherente cuyos elementos, como los miembros de una extensa familia, pertenecen a una estructura común. Vero Reyles, protagonista de Los últimos tiempos (1991) y narrador de otras obras del autor, reaparece aquí en una isla caribeña como personaje principal, aunque su presencia quede luego un tanto ensombrecida por el desarrollo de las acciones. Le han pedido que identifique el cadáver de un hombre en cuyo bolsillo había un papel con el nombre y la dirección de Reyles. Se trata de Celestino Gómez, que alcanzó fama como escritor bajo el pseudónimo de Mariano Urrutia. De acuerdo con un esquema narrativo con ribetes de intriga, probado en multitud de ocasiones y explotado también con frecuencia por el cine -con obras maestras como Citizen Kane o The Killers-, la novela consiste en la reconstrucción de la vida y la personalidad del muerto merced al apoyo de informaciones diversas: sustancialmente, los cuadernos que él mismo dejó escritos y los testimonios de personas que lo conocieron en épocas distintas, la mayoría amantes del escritor.
Un planteamiento de esta naturaleza permite multiplicar las perspectivas, los ángulos de enfoque desde los que se observa al sujeto evocado. Por otra parte, al declarar acerca de Mariano Urrutia, cada una de sus antiguas amantes ofrece un perfil de sí misma, y alrededor de la figura del muerto va creciendo una atractiva galería de retratos, que contrasta en ciertos momentos con las referencias a algunos de estos personajes desperdigadas en los cuadernos manuscritos del escritor: Inma Moral, la esposa que se atribuye el mérito de los éxitos del marido; Cecilia Tuñón, la amante más duradera; la influyente Sandra Irigoyen; Ana Solía, la millonaria altiva y caprichosa; Marina Lagasca, que ha guardado el secreto de su hija; Montse Anglí, a quien Urrutia acudió en busca de datos sobre Jesús Gómez, su padre. Porque la reconstrucción del itinerario del escritor muerto es paralela a la indagación realizada por ésta para averiguar la oscura historia de su padre y su comportamiento en la guerra civil española. El descubrimiento es desalentador, y la pretendida idealización del padre desemboca en un fracaso; los sucesivos cambios de amante implican, como tramos de vida consumidos e insatisfactorios, otros tantos fracasos, y el apartamiento final, el retiro a un lugar ignoto del Caribe, tiene el mismo signo, puesto que va unido a la renuncia a la sexualidad, que coincide con el final de la actividad literaria de Mariano Urrutia, porque sexualidad y escritura aparecen indisolublemente unidas en su personalidad. Una personalidad, por otra parte, escindida, incompleta -la establecida entre el hombre y el escritor-, que Sandra Irigoyen explica gráficamente: "Gómez estaba bien en la cama. Urrutia estaba bien en sociedad, aunque no estuviese hecho para el éxito" (pág. 183). Los cuadernos del escritor incluyen sutiles observaciones acerca de la relación entre verdad y literatura, incluso si ésta es confesional (pág.144), o sobre la identificación de autor y personajes (pág. 34-35), y también los diálogos entre Vero Reyles y Romeu abordan cuestiones literarias, como la justificación y la finalidad de la escritura: "Somos intermediarios, antenas para la descarga a tierra [...]. Esas cosas que nadie toleraría en forma permanente [...] pasan por nosotros y terminan sobre un papel" (pág. 146).
Bastan estas indicaciones para sugerir que La pérdida de la razón es una novela nada superficial, escrita con limpidez, repleta de sugerencias y cuyos únicos puntos débiles radican, quizá, en algunos aspectos de su organización como relato. Hay, por un lado, cierta desproporción entre la atención prestada a la vida sexual de Urrutia y el perfil, mucho más tenue, de su actividad literaria; por otro, el desarrollo cae a veces en remansos estáticos, con más párrafos brillantes que informaciones destinadas a hacer progresar la acción, acaso porque el relato se halla confiado casi exclusivamente a la reproducción de los cuadernos de Urrutia y a los diálogos con sus antiguas enamoradas, a veces demasiado cultos y digresivos -pensemos en la disquisición casi cartesiana de Montse Anglí sobre las "líneas de virginidad" (pág. 60-65)- y en algún caso poco creíbles como sucede con el comportamiento y las declaraciones de Beatriz Segura al hablar por teléfono (pág. 184-185) con un interlocutor, en fin de cuentas, es un desconocido para ella.