Novela

El ángel oculto

Lorenzo Silva

23 mayo, 1999 02:00

Destino. Barcelona, 1999. 325 páginas, 2.400 pesetas

Con algunos flancos débiles -exceso de impresiones viajeras- El ángel oculto es la obra de un buen narrador que va afianzando rápidamente, novela tras novela, sus recursos

No puede dudarse de la tenacidad y la constancia que Lorenzo Silva (Madrid, 1966) ha puesto en su carrera literaria. Dejando aparte algunos relatos juveniles, ésta es, si mi cómputo no yerra, la quinta novela del autor, que se dio a conocer en 1995 con la obra Noviembre sin violetas. Pero hay algo más significativo que los datos brutos de producción: la diversidad de lo escrito. Porque cada una de las novelas publicadas hasta ahora representa una tentativa diferente, una exploración narrativa peculiar, un tanteo de posibilidades y caminos variados, lo que dice mucho del temperamento del autor, de su negativa a dejarse ir por cauces cómodos.
Esta actitud del escritor proporciona a su obra, hasta el momento, un aspecto que puede parecer heterogéneo y poco unitario. Pero no hay que dejarse engañar por esa aparente dispersión. Si se lee con detenimiento -porque la obra lo merece- El ángel oculto, se advertirá cómo en su urdimbre hay numerosos hilos procedentes de las demás obras, motivos recurrentes y una visión del mundo sustancialmente idéntica, aunque progresivamente enriquecida y matizada. El motivo de la búsqueda de algo desconocido -que se convierte a menudo en indagación de la propia personalidad del sujeto- adquiere a veces la vestidura del relato de intriga, como en Noviembre sin violetas o en El lejano país de los estanques, pero recorre las demás novelas. La insatisfacción frente a ciertos modelos de vida alienadores, que despiertan actitudes sarcásticas o críticas, afloraba en La flaqueza del bolchevique y aquí es, en gran medida, el factor desencadenante de la acción. Sólo que las grotescas caricaturas de empresas florecientes esbozadas al paso en aquella novela se convierten aquí en reflexiones sobre una sociedad en la que "la noción de merecimiento ha caído en franco declive, suplantada en gran medida por una afición supersticiosa, casi maníaca, a la especulación y al ventajismo" (pág.53). Y hay que deplorar la "obediencia ciega de los jóvenes, que son los que han recibido de la madre naturaleza el encargo de dinamitar el mundo" y que traicionan su misión al integrarse dócilmente en una sociedad que es una "vasta conspiración de malhechores" (pág. 54).
Hugo Moncada, prometedor experto en inversiones, ha llegado a una situación crítica de malestar y hastío que le obligan a cuestionarse el sentido de su tarea y de su propia vida, y siente la irresistible tentación de abandonar los engranajes de su entorno y su vida laboral y de emprender un voluntario exilio. Y elige Nueva York, un lugar distante y ajeno, "para tratar de averiguar si todavía podía sentir algo en la vida" (pág.13). Casi todo el largo capítulo II está constituido por las impresiones del viaje, la llegada y los primeros meses de vida en la ciudad, con observaciones -agudas, pero acaso excesivamente demoradas en algún momento- que derivan más en la dirección del libro de viajes que de la narración propiamente dicha. El novelista recobra el rumbo en la página 117, cuando Moncada tropieza en una biblioteca con una novela de un tal Manuel Dalmau, español que lleva setenta años exiliado en los Estados Unidos. (El autor advierte -aunque no era necesario- que el tipo de Dalmau está inspirado en la curiosísima figura del barcelonés Felipe Alfau, cuya novela Locos, escrita en inglés en 1928 y publicada en 1936, no ha existido en versión española hasta 1990). A partir de ese momento, las acciones de Moncada se encaminan a localizar al enigmático Dalmau, que ha establecido en torno a él una espesa red de barreras y pistas falsas que lo hacen casi inaccesible. Moncada se siente progresivamente identificado con el nonagenario y misterioso exiliado: "Pronto me fue forzoso ver en la figura de Dalmau a un precursor de mi propio impulso" (pág.122). Al buscar a Dalmau con ahínco para averiguar la razón de su huida y de su exilio, Moncada intenta, en realidad, explicarse a sí mismo su propio comportamiento, acaso porque intuye que, en contra de todos los tópicos, los sentimientos de dos seres de generaciones diferentes pueden tener afinidades notorias capaces de salvar la distancia cronológica. El descubrimiento paulatino de Dalmau, aunque resuelto narrativamente en diálogos de largos parlamentos y en la transcripción de una confesión oral que parece un fragmento escrito -acaba por configurar un tipo novelesco sólido, cuya verdad humana reduce su poder inicial a las dimensiones de un ser frágil, infinitamente vulnerable. Quien proclama que el auténtico viaje es aquél que termina donde comenzó, ha obrado deliberadamente en contra de su idea, resistiéndose a volver al país del que salió setenta años antes, y sólo el conocimiento de su historia personal explicará esta aparente anomalía, porque el hombre -parece deducirse de estas páginas- es historia. Corresponderá a Moncada completar el viaje que Dalmau se empeñó en no concluir, con lo que la muerte no es sólo una vuelta a la "tierra" material, sino al territorio de origen. Este final, resuelto en una sobria escena, tiñe la novela de una contenida melancolía.
Con algunos flancos débiles -el exceso de impresiones viajeras, la prolijidad de las explicaciones de Dalmau y de algunas impresiones del propio narrador, más explicativas que sugeridoras- El ángel oculto es la obra de un buen narrador que va afianzando rápidamente, novela tras novela, sus recursos.