Novela

Tres cantos fúnebres...

Ismail Kadaré

13 junio, 1999 02:00

Traducción de Ramón Sánchez Lizarralde. Alianza. Madrid, 1999. 114 páginas, 1.200 pesetas

Kadaré nos ofrece la pervivencia de lo trágico en su esencia más pura como fábula explicativa de esos rencores arrastrados desde los albores de los tiempos

e xiste una región que siempre se ha considerado el patio trasero de Europa y que para muchos en cambio es su granero. Una península que, dividida como siempre ha estado, desde el comienzo de la historia, nunca habían llegado a ponerle un nombre. Algunos la denominaron Illyricum, otros Nuevo Bizancio, Alpania, Gran Eslavonia, pero fue su enemigo común en tiempos antiguos quien la bautizó como los Balcanes.
Kadaré se enfrenta en esta breve narración a una sangrienta batalla que aconteció en 1389, en Kosovo. El significado de esta contienda militar supuso la ocupación otomana de este territorio, al ser vencida una coalición cristiana formada por albaneses, serbios y rumanos a manos del sultán Murad. La tragedia que se ha encadenado durante siglos a esta región forma parte del entramado argumental de esta terrible historia, y con una visión que pretende recuperar los ancestros culturales de esa tierra, Kadaré nos ofrece, una vez más, un análisis literario de la historia antigua, del mito, de la tragedia, para comprender el presente.
"Ese ejército obediente, ajeno a los caprichos, sordo y anónimo como el barro, ese es el ejército del futuro", afirma uno de los personajes otomanos en este libro. Esas sombras que no pretenden la gloria, que no están marcadas por la diferencia despojarán a los balcánicos de su poder. Esa homogeneidad en su ejército, de rostro inasible, será identificable en cierto sentido con el mismo Alá. Para este personaje, los cristianos habían perdido todo futuro desde el momento en que habían dado figura humana a su dios. Como en el resto de su producción narrativa, Kadaré analiza los mecanismos del poder y de la autoridad, del mito y de la historia, de las relaciones entre los cantares de gesta, los rapsodas de la guerra y la tragedia, con los acontecimientos de la existencia colectiva. Aunque todos habían sido perdedores, esos bardos seguían cantando su antigua enemistad.
Se contrapone la fascinación de las historias relatadas por esos rapsodas, llenas de extrañeza y ferocidad, que resucitan la tragedia griega, tal vez la mayor riqueza de la humanidad, con esa maldición que parece pesar sobre esa tierra que no puede hacer real y duradero el entendimiento humano. Kadaré nos ofrece, de manera vigorosa y terrible, la pervivencia de lo trágico en su esencia más pura como fábula explicativa de esos rencores arrastrados desde los albores de los tiempos.
Será la memoria de la sangre maldita la que haga renacer, de manera cíclica, el germen del odio que conduce a esos pueblos nobles a una guerra eterna y terrible. El recuerdo de una batalla acontecida hace más de seis siglos le sirve para retomar, a la manera de los cantos homéricos, la actualidad inmediata y repetida del absurdo, la tragedia de la reivindicación extrema de la identidad, para revivir, una vez más, el horror y la muerte.
La muerte, como en la literatura medieval, cobra así un protagonismo que la convierte en figura alegórica y real, que ilumina ese escenario de sombras y confusión. Pero su luz emana la identidad de lo trágico, la pervivencia de una maldición sangrienta en un tiempo lento y sin esperanzas. Como afirma el propio Kadaré, en la voz de un rey muerto en el Campo de los Mirlos, y que suplica el olvido para dar fin a esa tragedia encadenada por los siglos "al coagularse, la sangre no pierde nada de su poder. Incluso reducida a polvo sobre las paredes interiores de la vasija de plomo, su ferocidad no hacía más que aumentar", porque el extravío, la venganza, repetida, hace sospechar a ese muerto antiguo que tal vez su sangre sea el origen de todos esos espantos, porque "bastan unas gotas de sangre para contener en su interior toda la memoria del mundo"