Novela

Muertes ejemplares

Carlos Bardem

13 junio, 1999 02:00

Destino. Barcelona, 1999. 332 páginas, 2.500 pesetas

La primera novela de Carlos Bardem, cuya publicación recomendó el jurado del último premio Nadal, sólo tiene un defecto: en ella ha querido decir todo lo que sabe. Y el problema es que sabe mucho
para una sola novela

Qué duda cabe de que el apellido de este joven y debutante autor atraerá lectores. Pero no se confundan ustedes: no se trata sólo del vástago que le faltaba a la saga de moda; ni de alguien que publica un libro después de aventurarse en mil y una catas. Carlos Bardem es escritor, y de eso no hay ninguna duda. Es -eso sí- un escritor metido a ratos a actor de cine ("Perdita Durango", "Torrente") o a colaborador en medios de comunicación. Pero ahí está Durango Perdido, primera piedra de su bibliografía, aunque fuera desde el papel de cronista, siempre menos lucido que el de novelista.
Muertes ejemplares, su primera novela, cuya publicación recomendó el jurado del último premio Nadal, sólo tiene un defecto: en ella ha querido el autor decir todo lo que sabe. Y el problema es que el autor sabe mucho para una sola novela. 
Desde el principio, Carlos Bardem arranca dos tramas: la de Federico, un joven a punto de terminar sus estudios de Historia y reñido con el mundo, que se refugia en su trabajo de investigador en un archivo histórico. Y la de Diego, el narrador y protagonista de la divertida crónica de su vida, que transcurrió entre 1601 y 1634, con la que Federico da por casualidad.
El recurso del manuscrito encontrado no es, desde luego, muy original, como tampoco el tema lo es -abundan en la producción reciente todo tipo de miradas hacia los siglos áureos- pero el novelista es hábil para interesarnos desde muy pronto en los misterios de los hallazgos de Federico, que siente por la historia de Diego la misma fascinación que contagiará a los lectores. "Se dio cuenta de que leer […] la vida de Diego", se nos dice en la página 126, "estaba empezando a gustarle más que vivir la suya." No se le escapa al lector, tampoco, el guiño quijotesco del asunto.
Y si la historia de Diego entusiasma no es sólo por la riqueza de ese personaje que empieza como pícaro y termina como espadachín, ni por su magnífica ambientación, aunque todos estos elementos contribuyan, claro. Es, sobre todo, en el esfuerzo que ha hecho el autor por reconstruir el lenguaje áureo, y en los brillantes resultados que logra, donde hallaremos la fuente primera de entusiasmo. Y es que el estilo de esta parte de la novela se nos da como decía Pedro Salinas que debía darse todo, con exceso: los recursos poéticos, el humor, los arcaísmos, la verosimilitud de los diálogos... Y Bardem demuestra soltura y conocimiento suficientes como para que su estilo no nos resulte ni aburrido ni impostado. 
Pero a esta trama áurea, que algo tiene de Pérez Reverte, sin por ello alejarse demasiado de Lázaro de Tormes, ni del Cervantes de las Novelas ejemplares, Bardem yuxtapone la peripecia -mucho menos interesante, a mi modo de ver- de Federico quien, después de una crisis que le aleja de su familia y de su novia, empezará a transitar los últimamente tan concurridos caminos de la novela urbana y costumbrista: la droga, la delincuencia y la autodestrucción.
Extraña mezcla, pensarán. Pues sí, lo es. Es como si el autor hubiera echado en la coctelera Los trabajos de Persiles y Sigismunda y Las historias del Kronen y hubiera agitado con convicción. Lo más formidable no son los ingredientes. Lo más formidable es que los haya ligado. Y cómo: el final de la novela es un convergir de ambas historias, un intercambiarse los papeles de los dos protagonistas, tan cercanos entre sí pese a la diferencia cronológica.
Y es que "es erróneo pensar en la Historia como unidad explicativa, como falsa es la idea de que esa explicación es un progreso único, constante y lineal", dice uno de los personajes, resumiendo la tesis de la novela.