Novela

La verdad inútil

Juan Antonio Bueno Álvarez

13 junio, 1999 02:00

Huerga & Fierro. Madrid, 1999. 187 páginas, 1.800 pesetas

H e aquí un narrador primerizo que no es un principiante. Es evidente que, aunque ésta sea una primera novela, Juan A. Bueno álvarez (Barcelona, 1961) se ha fogueado en el ejercicio de la escritura de ficción antes de salir a la plaza pública. Conviene tenerlo en cuenta y abrirle un crédito, sobre todo por dos razones: en primer lugar, escribe bien, rara característica que lo sitúa a considerable distancia de muchos desme-
drados escribidores que publican sin descanso; en segundo se ha planteado una novela ambiciosa y arriesgada y, si no ha acertado del todo, sí ha dejado muy claramente expuestas su voluntad y sus cualidades.
La verdad inútil plantea varias historias entrelazadas. Por un lado, la de París, empleado de una oscura y modesta editorial, que mantiene relaciones esporádicas con Atocha (hay que advertir que todos los nombres de los personajes son topónimos); por otro, las tertulias del café Madriz, animadas por un grupo de pseudoescritores dispuestos a reivindicar el espíritu del 98 y a las que con cierta asiduidad asiste París; por último, la versión novelesca de la actividad de estos tertulianos que plasma París en el relato que está componiendo y del que se ofrecen abundantes fragmentos. El lamentable destino de este empeño literario, con la alevosa desposesión de que su autor es víctima, ocurre paralelamente al apagamiento mortecino de los encuentros con Atocha, y también -puesto que la literatura es aquí un reflejo deformado de la realidad- al dramático y grotesco final, casi de "grand guignol", de la novela escrita por París. Pero no todas estas historias se hallan sometidas al mismo tratamiento literario, y no todas alcanzan un peso análogo ni, sobre todo, poseen igual tono. Así, las escenas del café Madriz tienen una fuerte carga grotesca, de esperpento rebajado a caricatura de trazos gruesos. Las intervenciones del editor Rosales -su brillante diálogo inicial, sobre todo- recuerdan las actitudes del Valle-Inclán más altivo, e incluso parecen remitir a ciertas escenas del autor. La novela que París intenta publicar tiene ribetes paródicos de algunos relatos de género. En cambio, la historia de París y Atocha se desarrolla en un estrato temático y estilístico radicalmente distinto. Hay, en efecto, no pocos ingredientes poéticos -y hasta formales; obsérvese la composición retórica de la página 90- en la visión de ese amor masculino insuficiente y pacato, de esa mujer sin apenas horizontes y perseguida por el recuerdo de su primer amante, de la falta de brío y de ilusión con que se enfrentan a su posible convivencia. Aquí, unos cuantos rasgos y algunas sugerencias bastan para mostrar una relación inestable y frágil, vulnerable ante cualquier vaivén -como el del muchacho que persigue con denuedo a Atocha -y progresivamente desflecada cuyo final absoluto, ya fuera de la novela, es previsible. Me parece encontrar en estas páginas lo más valioso de la novela, merced al esbozo sutil y rico en sugerencias de dos personajes desesperanzados que buscan intuitivamente en el amor o en la literatura la compensación necesaria para contrapesar la existencia cotidiana en un mundo indiferente y hostil. Porque la sociedad entrevista en estas páginas es un conjunto gris de vividores o de ilusos; nada que permita albergar demasiadas esperanzas. De hecho, los dos personajes más "puros" tienen como premio un destino amargo: París experimenta el fracaso de sus proyectos y, por si fuera poco, tiene que vérselas como acusado con una autoridad que se revela tan absurda y esperpéntica como el policía de su novela; Atocha no parece tener otro camino que el de sobrevivir como carne de exhibición en cabinas para "voyeurs".
Los otros motivos, y sobre todo los que se deslizan por la vertiente caricaturesca, rozan el esperpento -sobre todo en los diálogos- e incrementan la variedad de registros que la prosa de Bueno álvarez exhibe, aunque tal vez no todos se hallen debidamente integrados en un conjunto cuyos elementos resultan un tanto heterogéneos. La historia de los pintorescos tertulianos del Madriz, por ejemplo -y su versión novelesca debida a París- tiene una debilísima conexión -ya que se trata únicamente de un hilván temático- con la de París y Atocha. Es en algunos desajustes de esta naturaleza donde el relato se resiente alguna vez. Por otra parte, lo que la novela tiene aún de eco libresco -porque, además, la literatura es otro motivo presente en sus páginas- se traduce incluso en deliberadas citas encubiertas e intertextos: de R. Darío (págs. 113, 115, 117, 156), de Quevedo (pág. 137), de Góngora (pág. 139), de Jorge Manrique (pág. 144), de Shakespeare (pág. 183), etc. La prosa es más que estimable, a pesar de algún desliz que podría haberse subsanado: se atribuye al sujeto "las miradas" una acción imposible (pág. 55), y hay usos erróneos, como los de "parco" (pág. 60) o "trasegar" (pág. 79). Pero son casi los únicos descuidos que cabe señalar entre muchos párrafos de escritura firme y precisa. No olvidemos que La verdad inútil es un primera novela. Pero ojalá pudiera el lector tropezar cada mes con una primera novela que tuviera las virtudes de ésta.