La vida no es un Auto Sacramental
Alejandro Cuevas
11 julio, 1999 02:00Es un juego lleno de embustes bien
resueltos, además de una asombrosa exhibición de esgrima verbal y de brío literario
Puede parecer que un narrador común, poco conforme con su papel dentro de la "ortodoxa" representación de la "gran comedia humana", algo ex-céntrico (fuera de un "centro" que no reconoce) y nada dado a pensar hacia donde va ("y así es muy difícil llegar a ninguna parte"). Puede parecer que animado por la idea de que "la realidad es la que empuja a la gente a hacer literatura" decida escribir una novela donde salgan él y su amigo Bob y sus padres, para contar lo que ocurrió desde que Amanda tomó un autocar hacia Nueva York en busca de "nuevas posibilidades de sí misma".
Pero ni él, ni su historia ni esta novela son lo que parecen. Ni en ella los personajes son lo que son, ni sus ambiciones son tan estrechas como la trama que las cobija. Es, eso sí, un juego lleno de dobleces, engaños y embustes bien planeados y bien resueltos, además de una asombrosa exhibición de esgrima verbal, de brío literario y de brillantes golpes a la lógica del lenguaje. Bob añadiría que es el ejercicio propio de una "sensibilidad artefacta", y llama así "a la que se construye a base de leer y de ver cine", la que sirve -según él- "para ser más consciente, para saber en qué mundo vives". Por lo demás todo parece indicar que nos hallamos ante la original representación (también esto conviene advertirlo) de una sencilla comedia urbana llena de situaciones grotescas, de lances domésticos, el breve inciso de un enredo amoroso y largas acotaciones sobre la personal visión del mundo de quien escribe ¿y suscribe? ( Lo sentimos: esa incógnita le corresponde al lector despejarla).
Aunque lo de urbana habría que matizarlo, pues lo es una parte de la acción, la que sitúa sus pasos en una ciudad pequeña, con su teatro, su estación de autobuses, su biblioteca, unos cuantos bares y el cine "Cabiria" a punto de morir (a pesar de haber salvado más vidas que la penicilina, diría Berta, su dueña). Ahí vivía el narrador -no diremos su nombre, como es su deseo-, en un edificio de dimensiones humanas rodeado de vecinos con las mismas dimensiones, hasta que sus padres decidieron meterse en una mentira que les quedaba grande. Y acabaron por otros derroteros, mudándose a un chalet en una zona periurbana. Y entrando en la farsa de no querer parecerse a quienes eran: él un albañil resoplando ante el tamaño de las facturas guardadas en una caja de zapatos, y ella una madre obsesionada con no parecer lo que exhiben los expolios de la naturaleza. Hasta que la realidad les desenmascaró, claro. Ahí vive ahora, a sus 22 años, cinéfilo, sentimental, nostálgico, con 3 carreras abandonadas, en el varadero de un año sabático invertido en saber lo que es.
Escribiendo con desgana el argumento de los límites de su rutina, o sea, en su "ruta minúscula" de estímulos y ambiciones. Pensando en la mujer de su vida y en si la condición de fracasado se hereda, como el color de ojos o la forma del mentón. Contándoselo a Bob, que en realidad no se llama Bob sino Roberto, que aparece como cínico y desarraigado, que va de escritor maldito y que no parece ocupar más lugar que el de ser el único amigo de quien manda en estas páginas, le presta a su novela las mejores reflexiones además de su singular audacia vital. En sus palabras -en sus "Bobbadas"- están los mejores golpes y derechazos que esta novela le sacude al lenguaje, la brillante jerigonza de esta segunda novela de Alejandro Cuevas, quien, en realidad, tampoco se llama así, sino Alberto Escudero Fernández. El verdadero artífice de esta divertida, entretenida y lúcida comedia humana. Prometedor. Lo advertimos.