Novela

La orilla africana

Rodrigo Rey Rosa

9 enero, 2000 01:00

Seix-Barral. Barcelona, 1999. 159 páginas, 1.600 pesetas

Al narrador guatemalteco Rodrigo Rey Rosa hay que seguir relacionándolo con quien fue su maestro en Tánger y su ocasional traductor al inglés, el inquietante y seductor Paul Bowles, recientemente fallecido. Igual que Bowles, Rey Rosa alcanza su mejor tono narrativo en el relato, en la distancia corta, y también, igual que el norteamericano, Rey Rosa habla sobre todo de la fascinante extrañeza que el mundo marroquí (aún primitivo, aún exótico y aún lento) causa en el visitante occidental -incluso en el colombiano de este libro- que, de repente, siente romperse su vida, y tiene la fuerte tentación de aceptar esa ruptura.

La orilla africana (relato o novela corta, escrita en estilo conciso, minimalista) me ha recordado -no por la técnica, desde luego, sino por la seducción del tema- un viejo relato de Somerset Maugham, autor al que los ingleses están redescubriendo, y que se llama La Caída de Eduardo Barnard (cito por una antigua traducción) dentro del libro En los mares del Sur. Barnard es un personaje que se queda en Tahití, fascinado por un mundo lento, caliginoso y distinto; como el colombiano ángel Tejedor, de vacaciones con unos amigos en Tánger, decide quedarse tras perder el pasaporte, encandilado por un mundo extraño, lleno de magias ancestrales, sensualidad y peligro.

La orilla africana (no solo una realidad geográfica, sino una amplia metáfora) articula dos historias que se unen por una lechuza herida. De un lado aparece el mundo de Hamsa, un pastor adolescente, que vive a las afueras de la ciudad, en el campo, junto al mar, en un orbe primitivo, donde la precoz sensualidad y la magia lo llenan todo, junto a la extrañeza árabe por los nazarenos, a los que, sin embargo, hay que sacar provecho. El abuelo de Hamsa, Artifo, trabaja como jardinero en el chalet de una señora francesa, Madame Choiseul, que representa los últimos vestigios del Tánger europeo. A esa casa (poseyendo la lechuza que fue de Hamsa) llega el colombiano, amigo ocasional de Julie, arqueóloga amiga de Mme. Choiseul. Siempre hay un cruce entre los europeos -y aún el colombiano, que no llega a ser un puente- y el mundo árabe, seductor y trapacero, de la medina y el campo, con los emigrantes, la lucha corrupta con la policía, y sobre todo la sensación de que ese ámbito pobre, atrasado y anclado en un ritmo y una cultura mental que lo opone a Occidente, posee la magia cautivadora y hasta delictiva -peligrosa en cualquier caso- de lo diferente. La orilla africana es, sobre todo, eso, la fascinación por la diferencia. La seducción de algo ajeno, distinto, que incluso puede llevarte a caer, a abandonar lo tuyo...

Como apunta Gimferrer en su breve prólogo, Rey Rosa consigue sus mejores efectos -la extraña seducción de la diferencia- a través de un estilo conciso, despojado casi hasta lo mínimo, que puede hacer resaltar cierto elemento poético de la narrativa, precisamente a través de una sobriedad, que normalmente evita el comentario o la glosa. Lejos de Octavio Paz, pero cerca, sí, de esta frase suya: "Aguzar silencios hasta la transparencia". A mí la narrativa de Rey Rosa, que conozco casi entera desde sus inicios (Cárcel de árboles / El salvador de buques), alternativamente me ha gustado o me ha dejado indiferente. La querida parquedad de sus medios, posiblemente, lleve a esas distancias. Lo siento más próximo en el entorno bowlesiano de Tánger, y en tal senda, La orilla africana, dentro de unas pretensiones, supongo, nada estruendosas, es una bella novela corta, que quiere trasladar la magia de lo distinto, narrándolo sin explicarlo, entonces sí, como la poesía. Pero siendo pura y simple narrativa. Sigo esperando otro paso en Rey Rosa.