Ola de crímenes
James Ellroy
16 enero, 2000 01:00Este mito fundacional se advierte en un diálogo necrófilo entre el escritor y una fantasmagórica Geneva Hilliker Ellroy, asesinada en 1958, tomando como pie dos frases sueltas de este relato. La primera: "Supe que su muerte daba forma a mi curiosidad y a mi talento para la narrativa", idealizada su vocación literaria como un imperativo de ultratumba, y en la segunda: "Mi muerte te ha dado una voz y necesito que me reconozcas más allá de la explotación que haces de ella", al modo del delirio paranoico, establece una deuda impagable con la madre muerta, fijación edípica que le llevará a revivir sin descanso la fatídica década de los años cincuenta . Con la recurrencia del obsesivo, crea un espacio literario circular: la ciudad de Los Angeles, en donde se entrecruzan los mismos policías corruptos, estrellas degeneradas de Hollywood, gánsteres y chantajistas de libelos sensacionalistas de todas sus novelas. Como escritor moralista que es, no hay lugar en ellas para la inocencia y menos para una visión romántica del mundo.
En la estela de la novela negra, Ellroy se siente tan cercano a la prosa despojada de Hammett como alejado del romanticismo de los perdedores de Chandler. Ellroy pone patas arriba la cultura popular norteamericana de la era dorada de Hollywood con una desvergöenza y provocación inusitadas. Esa es la novedad de sus hard boiled: estilo directo, frase corta, lenguaje conciso, casi minimalista, repleto de una brutalidad tan seca como la totalidad de sus personajes: seres mezquinos atrapados en una pesadilla fatal de la que les resultará difícil sustraerse.
Su truculencia lo emparenta con el revival de la novela pulp y sus epígonos cinematográficos: John Woo y Quentin Tarantino. De ellos se diferencia por la ausencia de una épica del mal. En todas sus novelas, desde La dalia negra a L. A. Confidential, describe antihéroes indignos de que el lector se proyecte en ellos de forma positiva. Frente a la hagiografía del detective incorruptible, el perdedor o el duro posmoderno infantiloide, Ellroy opone unos personajes degenerados y sin conciencia, guiados por la codicia y el sexo desviado, como los protagonistas de Orson Welles en Sed de mal. Nadie mejor que él parece conocer la mitografía obscena de las estrellas de Hollywood. El microcosmos que retrata está plagado de sexo sucio, drogas, corrupción y muertes violentas. Un desasosiego desmesurado y pútrido lo impregna todo.
En los relatos que componen Ola de crímenes no falta ninguna de las obsesiones recurrentes de sus mejores novelas: la delación y el chantaje a las estrellas homosexuales y lesbianas de Hollywood, con preferencia por los chismes más sangrantes de ídolos como Lana Turner y el gánster Johnny Stompanato; los líos de Rock Hudson con jóvenes chaperos, Elizabeth Scott y su corte de lesbianas, Frank Sinatra, Ava Gardner y los mafiosos del rat pack, y como cortina de lentejuelas, la ridiculización morbosa del tamaño de los atributos masculinos o la delación de los escándalos sexuales acallados por los agentes de prensa de los Estudios de cine. Parafraseando a Ellroy, su prosa tiene una energía cerebral deslumbrante. Progresa, narrativamente, a base de un ritmo staccato, con la precisión geométrica de una violencia verbal, sarcasmo y humorada soez, que convierte el edulcorado mundo rosa de Tinseltown en una brutal crónica negra, teñida de homofobia y regusto fascistoide, reflejo de los tristes años de la "caza de brujas".