Maestro Huidobro
José Jiménez Lozano
30 enero, 2000 01:00Maestro Huidobro contiene múltiples apuntes acerca de la educación ideal, de la libertad y de la búsqueda incansable de un paraíso personal
Este nuevo relato de José Jiménez Lozano -Langa (ávila), 1930-, que no sobrepasa demasiado la extensión de lo que solemos entender como novela corta, representa muy bien, como en cifra, el mundo peculiar del autor. Tres antiguos discípulos evocan la figura de su viejo maestro rural, que acaba de fallecer. En breves capítulos jalonados por amplias elipsis y con una gran economía de medios, vemos desplegarse ante nuestros ojos escenas diversas de la vida de Isidro Huidobro -llamado Idro- desde su niñez: el aprendizaje en la escuela con don Austreberto; las enfermedades y travesuras de la infancia; el traslado como alumno interno a un colegio que se presenta, tras la libertad anterior, como "una servidumbre y un exilio", pero en el que los alumnos, para contrarrestar la situación, "montaron un sistema de defensa de dunviros y triunviros contra el sistema de opresión, y ganaban algunas batallas contra el absolutismo" (página 64); la huida del colegio, al que seguiría el paso por otros centros de los que el niño salía siempre estigmatizado con las notas de "díscolo y extravagante" (pág. 73), y, por último, sus estudios de Farmacia. Se habla también de "una guerra que hubo", tras la cual "Alopeka y sus habitantes habían envejecido mil años" (página 77). Idro viaja a Rusia, para volver, después de muchos años, convertido en "Maestro Huidobro", y, como un moderno Juan de Mairena, abre una escuela libre de carácter socrático, más acorde con los ideales pedagógicos institucionistas que con los modelos escolares de la posguerra y aun de nuestros días.Hay que destacar el pulso firme de la escritura, ese estilo evocativo que trae ecos de la narración oral e ingenua -a lo que ayudan algunos elementos imaginativos bien dosificados, como la marioneta Barbarroja o el perro que formula adivinanzas-, y también el perfil, compuesto de pocos y sugestivos trazos, de algunos personajes: mosén Pascual, don Austreberto, el señor Benedicto, Asterio... Existen, incluso, algunos tipos procedentes de otras narraciones del autor, como las hermanas Clemencia y Constancia, que desempeñaban un papel medular en la obra anterior de Jiménez Lozano, Las señoras (1999). Hasta el propio autor se incrusta, muy cervantinamente, en el relato. Cuando mosén Pascual ayuda a Maestro Huidobro a ordenar los libros que éste ha traído en su voluminoso equipaje, aparece uno titulado Sara de Ur -que es en realidad una obra de Jiménez Lozano, como saben bien sus lectores, publicada en 1989-, y mosén Pascual, remedando al cura de Don Quijote, comenta: "¡Buen libro, que ha sacado a más de un viejo de su vejez, y a más de un muerto de su sepultura!" Y añade: "¡Ojalá también pudiera haberlo hecho con su autor!" Maestro Huidobro pregunta: ¿Es que ha muerto?" Y el cura responde: "No, pero está viejo y melancólico" (págs. 93-94).
Estas observaciones, junto a otras análogas que podrían hacerse, darán idea de los elementos literarios que, como juego intertextual, se insertan en las páginas de Maestro Huidobro. Existen reminiscencias deliberadas de historias conocidas, como la de Paolo y Francesca, reescrita aquí en clave de narración tradicional que una anciana relata al amor de la lumbre en una venta, en presencia de Maestro Huidobro y de varios personajes, entre ellos un anónimo escritor manco que "había perdido sus carpacios al bajarse de un tren" y "llevaba buscándolos mucho tiempo, pero no aparecían" (pág. 116). La novela de Jiménez Lozano está, en efecto, traspasada de literatura, impregnada de recuerdos librescos bien asimilados que el lector atento notará. Pero nada de esto debe oscurecer el hecho irrefutable y mucho más decisivo de que, a pesar de su brevedad, Maestro Huidobro encierra sugerentemente la historia de una colectividad -no en vano las noticias de los primeros Huidobro se remontan a la Edad Media-, esboza unos comportamientos y unas formas de vida pacíficas y tolerantes -atropelladas alguna vez por la vesania de unos cuantos- y contiene múltiples apuntes acerca de la educación ideal, de la libertad y de la búsqueda incansable de un paraíso personal que sólo parece existir plenamente en la imaginación pero que, en cualquier caso, no es posible lejos de las raíces íntimas del ser humano. El largo viaje de Maestro Huidobro y su vuelta al paisaje natal tiene este sentido, y confirma que Alopeka no es sólo uno de esos lugares rurales que Jiménez Lozano ha pintado con frecuencia en sus obras, sino que tiene el carácter de un microcosmos simbólico. Los ingredientes deliberadamente "inverosímiles" que el autor incluye en el relato alertan sobre el peligro de interpretarlo de un modo "realista" que trivializa tanto la intención de la obra como los resultados.
Además de otras virtudes, Maestro Huidobro posee una que sí conviene subrayar, aunque no sea extraña en Jiménez Lozano: se trata de una obra escrita en un jugoso castellano, lleno de voces rotundas y sonoras. Sorprende un solo y reiterado desfallecimiento, relativo a una moción genérica: "Llegó el hambre, y con él aquellas filas interminables de pobres [...] Había hambres y hambres, y no había ningún hambre igual a otro" (pág. 78). Vale la pena sumergirse en el hechizo de esta historia melancólica y teñida de noble poesía.