Novela

Días de Agosto

Manuel Hidalgo

19 abril, 2000 02:00

Plaza & Janés. Barcelona, 2000. 204 páginas, 2.700 pesetas

Días de agosto indaga en la fragilidad y el misterio de las relaciones humanas. En sus páginas afloran por doquier la nostalgia y la melancolía

La anterior novela de Manuel Hidalgo (Pamplona, 1953), La infanta baila (1997), presenta una divertida zarabanda nocturna protagonizada por las figuras de los cuadros velazqueños que dejan su lugar en el Museo del Prado para zambullirse en la vida cotidiana de este Madrid finisecular, provocando con su sorprendente aparición contrastes potenciados por el anacronismo de sus fantásticas intervenciones en la cruda realidad social de nuestro tiempo. Frente a aquella ingeniosa ocurrencia con la Historia y el posible simbolismo de su implicación en la España actual, Días de agosto, quinta novela del autor, indaga en territorio distinto, pues se trata de la rememoración intimista del pasado por el narrador y protagonista, un cuarentón que recuerda algunas situaciones de su vida amorosa escondidas en los rincones de su memoria.

La novela está construida con la sencillez que suele adornar las tramas urdidas por Hidalgo. Estos "días de agosto" son los de una semana de vacaciones en un pueblo navarro cerca de los Pirineos. En unos días de relativa soledad, con la compañía de su hija de diez años, pues su mujer ha regresado a Madrid por motivos familiares, el narrador y protagonista recuerda fragmentos de su pasado amoroso, desde sus años de juventud en la Universidad, atraído por el encanto y la belleza de dos amigas, hasta su actual matrimonio con una de ellas. Presente y pasado se alternan en la mente del narrador, que aprovecha el fragmentarismo y la elipsis para pasar con naturalidad de un tiempo a otro, manteniendo con admirable equilibrio la linealidad cronológica en ambas etapas y produciendo la agradable sensación de subjetivo desorden en el conjunto. Con lo cual se ha dado cima a una emotiva novela lírica sustentada en la memoria ensimismada, en la hábil distribución de momentos de tensión y dramatismo (la confesión de Sofía al narrador el mismo día del entierro de su primer marido), en la captación lírica del paisaje, en la naturalidad y sencillez de un estilo que descubre sus mejores recursos poéticos en referentes tomados de la naturaleza y en la pertinente recurrencia de motivos que hilvanan y dan unidad y tensión al texto fragmentario: el más significativo está en la visión que el narrador encuentra en la imagen de Elena en la figura de la joven sirvienta que los acompaña en el pueblo navarro. Su explicitación funciona como un motivo estructurante del texto pues abre y cierra la novela y reaparece en medio de la rememoración (véanse págs. 12, 122, 190 y 193).

Días de agosto es, por todo ello, una novela de amores y amistades, de afanes y deseos tardíamente cumplidos; una novela que indaga en la fragilidad y el misterio de las relaciones humanas. En sus páginas afloran por doquier la nostalgia y la melancolía. Porque también es una novela del paso del tiempo, como se va viendo en los sucesivos períodos del aprendizaje del protagonista y de quienes están más cerca de él en cada momento. Así podemos distinguir tres etapas que van desde los años de juventud y primeras relaciones en la Universidad hasta el presente con los tres personajes principales ya cuarentones, con su poso de melancolía y necesidad de amor, que sólo el narrador y Sofía parecen haber encontrado al fin. La tercera etapa está representada en Violeta, la hija que con sus diez años parece remitir a una infancia perdida para todos y en todo su esplendor para esta niña consentida, que aporta otra mirada diferente y termina por adueñarse de la novela en un final abierto al futuro. El autor ha incluido también algunas notas costumbristas de la vida en el pueblo, un tanto idealizado por no haber querido ahondar en su diario vivir más allá de un espacio de vacaciones. Se confunde la ocupación de un trabajador del lugar (págs. 60-61). No parece acertado, aunque sea en broma, identificar a una joven francesa por su "cara de llamarse Nicole" (pág. 139). Pero nada de esto empaña el encanto de una novela delicada y sutil en su aproximación a la memoria afectiva del paso del tiempo.