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El amor y la nada
José Luis Ferri
4 octubre, 2000 02:00A pesar de algunos desfallecimientos la obra está bien escrita. Ya que la vertiente imaginativa de la historia es escasa, su principal virtud es la intensidad narrativa de la atracción entre los protagonistas
El punto de partida de la historia es muy simple: la investigadora encuentra "insuficientes los acontecimientos que envolvieron la vida amorosa de Manuel Gilabert para alimentar una obra poética de tamañas dimensiones" (pág. 14), y sospecha de la existencia de alguien cuyo nombre se ha omitido en las biografías. De un modo demasiado simple -todo hay que decirlo- encuentra a la persona, y ésta se brinda a desvelar con todo detalle la historia oculta de su relación con el poeta. La narración de Marcela Duarte constituye la parte esencial de la novela, que es fundamentalmente la historia de un apasionado amor clandestino marcado por oscuras premoniciones, que se desarrolla en los inquietos ámbitos artísticos y políticos de la agonizante República y que concluye con una dolorosa renuncia. No le ha interesado tanto al autor bosquejar el panorama de esos años como atender al caso particular de la peripecia amorosa. Los toques ambientales son los imprescindibles y aparecen dosificados con soltura. Vemos y oímos a personajes como Maruja Mallo, Aleixandre, Neruda, Ridruejo, Cernuda y otros muchos, la mayoría de ellos simples y episódicos integrantes de esa especie de fondo ambiental en el que se inscriben las relaciones entre Marcela Duarte y Manuel Gilabert, que es lo que realmente importa y lo que da sentido a la obra.
La historia amorosa se presenta desde dos perspectivas. Por una parte poseemos el relato de la propia Marcela; por otra, las cartas y los poemas de Manuel. Ambas clases de textos ofrecen sutiles diferencias, como cabía esperar de personajes psicológicamente diversos, que llegan hasta la forma expresiva, aspecto esencial cuidado por el autor con esmero y con buen instinto. Porque, en efecto, los escritos de Manuel Gilabert son verosímiles y la narración de Marcela Duarte corresponde, incluso por el lenguaje empleado, a una mujer de su formación y de su sensibilidad. A pesar de algunos leves desfallecimientos, El amor y la nada es una obra bien escrita. Dado que la vertiente imaginativa de la historia es más bien escasa, porque Ferris ha introducido deliberadamente en ella multitud de hechos reconocibles y consabidos, hay que buscar su principal virtud en la intensidad con que el autor ha trazado el nacimiento y el desarrollo de la atracción amorosa entre el poeta y la mujer casada que siente por primera vez en su vida un deslumbramiento al que le resulta imposible sustraerse. Aquí radican los aciertos indiscutibles de la novela. El discurso de Marcela Duarte, sobre todo, con el relato de sus sensaciones ante Manuel, contiene muchos pasajes de gran hondura psicológica que acreditan una fina percepción de los estados de ánimo por parte del autor. El contorno del personaje acaba siéndonos tan comprensible y familiar que acaso su última y desoladora acción, en el lecho de muerte de Manuel Gilabert, sea un hecho truculento que resulta, no ya imprevisible -lo que sería perfectamente legítimo y hasta loable-, sino inverosímil. Pero en el incierto dominio de las relaciones psicológicas no hay normas seguras de comportamiento.