Image: Días y noches

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Novela

Días y noches

Andrés Trapiello

4 octubre, 2000 02:00

Espasa. Madrid, 2000. 285 páginas, 2.750 pesetas

Lo más afortunado de Días y noches radica en la recreación del grado de envilecimiento a que puede llegar la naturaleza humana

A los numerosos encuentros y seminarios que durante los últimos meses han recuperado "sesenta años después" el éxodo republicano de 1939 les pone Andrés Trapiello un inesperado colofón novelesco en Días y noches, que repasa los tiempos finales de la guerra civil y los primeros del exilio. El autor explica en un prólogo cómo encontró en la madrileña Fundación Pablo Iglesias (con la ayuda de amables bibliotecarias que "pesquisaron los archivos con método exhaustivo", dice en tono campanudo) el diario de un tal Justo García Valle que a continuación edita.

Trata con este procedimiento clásico de producir una primera impresión de realismo documental bajo el que defiende un tipo de literatura que conecta vida y arte. Se está certificando la muerte de la novela -observa también en el prólogo-, pero la realidad sigue bien viva. De esta premisa parte su opción por esta clase de relato testimonial de una de tantas víctimas de la contienda.

El diario de Justo García se divide en cuatro partes de desarrollo lineal: se encadenan el desbarajuste final del ejército republicano en la frontera francesa, las humillaciones sufridas por los vencidos en el país vecino y las inhumanas condiciones de vida en los campos de concentración en que fueron recluidos, y la angustiosa búsqueda de una salida. Se cierra con el horrible viaje desde Francia hasta México en el barco Sinaia. Ha de advertirse, de entrada, la sustancial fidelidad de Trapiello a unos hechos históricos, palpable al situar trechos de la peripecia en lugares tan precisos como el campo de Saint Cyprien o el citado barco. Ese rasgo se acompaña de una opción estilística que recuerda el decoro exigido por la vieja preceptiva: Justo García se expresa en el castellano sencillo y sin adornos que parece conveniente a un hablante que escribe por una necesidad casi liberatoria íntima y sin propósito de literaturizar su experiencia.

Se trata, pues, de reforzar por todos los flancos la impresión de testimonio veraz. Pero esta meta llevada al extremo tal vez sea un espejismo, en este caso y siempre. Porque el lector sabe que no tiene en sus manos un documento, sino una novela. Y porque ese diario se dispone en una estructura en capítulos que descubre una manipulación, un artificio. De esa desiderata testimonial proceden las virtudes y las limitaciones de la novela.
Lo más afortunado de Días y noches radica en la recreación del grado de envilecimiento a que puede llegar la naturaleza humana, también compensado por algunas actitudes nobles y desprendidas. Toda la peripecia del narrador está jalonada de situaciones que facilitan un alegato contra nuestra condición a base de evidenciar el viejo aforismo "homo homini lupus". En qué medida sea el hombre un lobo para el hombre queda patente en un buen puñado de hechos estremecedores, observados a veces con fuerza conmovedora. La novela se nutre de una materia prima tan dramática que a poca destreza para describirla que se tenga resulta una narración interesante. Pero ello no basta para convertir anécdotas trágicas, unas singulares, pero otras previsibles, en materia artística. Hace falta algo más.

Ahí radican las aludidas limitaciones. Del lado anecdótico, los comportamientos de la novela han sido demasiadas veces referidos como para que no suenen ya a algo conocido. Los personajes, estando bien perfilados tampoco aportan nada singular. El mejor no es el narrador, sino un amigo suyo, el extraño Thomas Lechner, un tipo cuya fortísima ideación barojiana rebaja mucho su originalidad. Y no faltan otros que apenas despuntan por encima del estereotipo. Además de que a algunos se los instrumentalice con intención política, de modo que la crónica puntual se dobla de selección ideológica. Eso ocurre con los comunistas, representantes del fanatismo sanguinario, mientras que los socialistas tienen una aureola idealista y del anarquismo no se dice ni palabra.
Pero es en el terreno verbal donde la novela resulta más decepcionante. La lengua del narrador tiene propiedad y su falta de brillo es la natural en el personaje. Pero esa escritura deliberadamente chata impide que el testimonio tenga una dimensión creativa. Eso es, de todas maneras, lo que ha querido hacer Trapiello y, desde este punto de vista, ha de reconocerse la adecuación entre enfoque y resultados. Ahí radica, sin embargo, el error del autor, en haber adoptado la perspectiva limitadora de un presunto naturalismo expresivo que empobrece sin remedio el relato. Sale así una novela correcta, pero sin mayores méritos y aciertos. Eso sí, presenta episodios interesantes (aunque tal vez tendría que haberse recortado la parte inicial, equilibrado las desigualdades de longitud de los capítulos y extendido lo más novedoso, la travesía en el barco), se lee con facilidad, y tiene un valor ético notable en tiempos en los cuales buena parte de nuestra narrativa se afana en naderías superferolíticas.