Novela

"El amor loco"

André Breton.

11 octubre, 2000 02:00

A pesar de ser uno de los escritos fundamentales de André Breton, El amor loco (1937) sigue siendo casi un enigma para el lector español, ya que sólo existe una versión mexicana de 1967 que no circuló entre nosotros. Juan Malpartida, editor y traductor de esta primera edición española del clásico surrealista, lo define como "azar, hallazgo, pasión", como "libro de vagabundeo" de indudable valor, y destaca cómo "seguir a Breton por sus vagabundeos por París o Tenerife es asistir al acto mismo de la creación poética". Juan Manuel Bonet, uno de los grandes especialistas en las vanguardias, pone en suerte la obra, que publica esta semana Alianza, y de la que EL CULTURAL anticipa unos fragmentos, con España, el cine y la pasión de fondo.

El pico del Teide en Tenerife está hecho de los destellos del pequeño puñal de juguete que las bellas mujeres de Toledo guardan en su pecho día y noche.

Se alcanza tras una subida de varias horas, con el corazón cambiando insensiblemente hacia el rojo blanco y los ojos deslizándose hasta cerrarse completamente sobre la sucesión de los escalones. Dejamos debajo de nosotros las pequeñas plazas lunares con sus bancos arqueados alrededor de un pilón en cuyo fondo se divisa, apenas brillante bajo el peso de un dedo de agua y la espuma ilusoria de algunos cisnes, el decorado de una misma cerámica azul con grandes flores blancas. Es allá, al fondo del tazón, sobre cuyo borde sólo se deslizará en la mañana para hacerlo cantar el vuelo libre del canario, originario de la isla; allá, a medida que anochece, acelera su ritmo el tacón de la jovencísima muchacha, el tacón que comienza a alzarse por encima de un secreto.
Pienso en aquella que pintó Picasso hace treinta años, cuyas innumerables réplicas atraviesan Santa Cruz de una acera a la otra, con vestidos oscuros y esa mirada ardiente que se oculta para no obstante avivarse continuamente como fuego avanzando por la nieve. La piedra incandescente del inconsciente sexual, desparticularizada en la medida de lo posible, mantenida al abrigo de toda idea de posesión inmediata, se reconstruye en esta profundidad como en ninguna otra, todo se pierde en las últimas, que son también las primeras, modulaciones del fénix inaudito.

Ha quedado atrás la cima de los flamboyanes a través de los cuales se trasluce su ala púrpura y cuyos mil rosetones enmarañados impiden percibir durante más tiempo la diferencia existente entre una hoja, una flor y una llama. Eran como tantos incendios que deflagran prendados de las casas, satisfechos de vivir cerca de ellas sin abrazarlas. Las novias relumbraban en las ventanas, iluminadas por una sola rama indiscreta, y sus voces, alternándose con las de los jóvenes que ardían abajo por ellas, mezclaban a los perfumes desencadenados de la noche de mayo un murmullo inquietante, vertiginoso como el que puede provocar sobre la seda de los desiertos la cercanía de la Esfinge. La pregunta que graciosamente, en ese momento, provocaba agitación en tantos pechos no era en efecto nada menos, hecha en las condiciones óptimas de tiempo y lugar, que la del porvenir del amor -la del porvenir de un único amor y, por tanto, de todo amor. [...]

¡Vaya usted a hablar, se me dirá, de la suficiencia del amor a los que la implacable necesidad aprieta dejándoles sólo el tiempo justo de respirar y de dormir! L’âge d’or: estas palabras, que me han atravesado el espíritu cuando comenzaba a abandonarme a las sombras embriagadoras de la Orotava, estarán siempre para mí asociadas a algunas imágenes inolvidables del filme de Buñuel y Dalí, aparecido no hace mucho con ese título y que, precisamente, Benjamin Péret y yo habríamos dado a conocer en mayo de 1935 al público de la Islas Canarias si la censura española no se hubiera mostrado más inmediatamente intolerante que la francesa.
Ese filme sigue siendo, hoy, la única tentativa de exaltación del amor absoluto tal y como yo lo concibo, y las violentas reacciones a las que dio lugar su proyección en París sólo contribuyeron a reforzarme en la idea de su incomparable valor. El amor, en lo que puede tener de aislado para dos seres limitados a ellos mismos del resto del mundo, no se ha manifestado jamás de una manera tan libre, con tan sosegada audacia. La estupidez, la hipocresía, la rutina, no podrán lograr que una obra semejante haya visto la luz, que sobre la pantalla un hombre y una mujer hayan infligido, al mundo entero erigido contra ellos, el espectáculo de un amor ejemplar. En un amor como éste existe en potencia una verdadera edad de oro en ruptura completa con la edad de fango que atraviesa Europa y una riqueza inagotable de posibilidades futuras.

Siempre he aprobado que Buñuel y Dalí pusieran el acento sobre esto y siento una gran melancolía al pensar que Buñuel ha vuelto posteriormente sobre este título y, bajo la instancia de algunos revolucionarios de pacotilla, obstinados en someter todo a sus fines de propaganda inmediata, él haya consentido pasar en las salas obreras una versión expurgada de L’âge d’or a la que le habían sugerido, para que todo estuviera en regla, titulase "En las gélidas aguas del cálculo egoísta". No cometeré la crueldad de insistir sobre lo que puede haber en ello de puerilmente tranquilizador para algunos en la clasificación, por medio de un fragmento de frase de Marx extraída de las primeras páginas del Manifiesto, de una producción tan poco reductible como L’âge d’or a la altura de las reivindicaciones "actuales" del hombre. Por el contrario, me opongo con todas mis fuerzas al equívoco introducido por este título, equívoco que debió de escapar a Buñuel, pero que los peores despreciadores de su pensamiento y del mío encontrarán, seguramente, muy tranquilizador.

"En las gélidas aguas del cálculo egoísta": era, evidentemente, demasiado fácil dar a entender así -en desprecio del contexto de Marx, pero no importa- que es el amor el que tiende a hundirnos en esta agua; que es necesario, desde luego, y muy especialmente, acabar con este tipo de amor, reto clamoroso al cinismo cada vez más general, injuria inexpiable a la impotencia física y moral de hoy. ¡Pues bien, no! Jamás, ‘bajo ningún pretexto’, aceptaré esta manera de ver. Cueste lo que cueste mantendré que "En las gélidas aguas del cálculo egoísta" quizá se encuentre por todas partes, salvo allí donde este amor reside. Tanto peor si esto contraría a los burlones y a los perros.

La Orotava ya no estaba, se perdía por debajo de nosotros poco a poco, acababa de ser tragada o bien éramos nosotros lo que a mil quinientos metros de altura hemos sido súbitamente atrapados por una nube. Henos aquí en el interior de lo informe por excelencia, presos de la idea sumaria, inexplicablemente satisfactoria para el ser humano, de algo "para cortar con un cuchillo". Baudelaire, al final del primer poema de El spleen de París, parece haber multiplicado los puntos suspensivos: "¡Amo las nubes... las nubes que pasan... allá lejos... allá lejos... las maravillosas nubes!", sólo para que las nubes pasen realmente ante los ojos, para que parezcan puntos suspensivos entre la tierra y el cielo. Porque contemplar una nube desde la tierra es la mejor manera de interrogar a nuestro propio deseo. Vulgarmente se cree, equivocadamente, que el sentido de una escena dramática célebre se agota sonriendo piadosamente cuando el pobre Polonio, por miedo de disgustar a Hamlet, consiente en concederle a una nube la forma de un camello... o de una comadreja... o de una ballena. Es con un talante diferente, creo yo, con el que convendría abordar esta pasaje cuyo verdadero meollo es el descubrimiento de los móviles psicológicos profundos que, a lo largo de todo el drama, movilizan a Hamlet. No es de ningún modo por azar que estos tres nombres de animales, y no otros, le vengan a sus labios. El brusco salto que marca el paso de uno a otro es bastante elocuente de la agitación paroxística del héroe. Yendo más lejos, es más que probable que esta forma animal que reviste sucesivamente tres aspectos sea tan rica en su significado oculto como la del buitre descubierto por Oscar Pfister en la famosa Santa-Ana del museo del Louvre que dio lugar al admirable ensayo de Freud: "Un recuerdo de infancia de Leonardo da Vinci". La pasividad del personaje de Polonio, si no estuviera tan acusada previamente, no se advertiría en sus réplicas a propósito de las nubes. La lección de Leonardo, obligando a sus alumnos a reproducir en sus cuadros según lo que vieran pintarse contemplando largamente un viejo muro, está lejos aún de haber sido comprendida. Todo el paso de la subjetividad a la objetividad queda ahí implícitamente resuelto, y el alcance de esta resolución sobrepasa con mucho en interés humano al de una mera técnica, ya que esta técnica sería la de la propia inspiración. En esta dimensión particular ella contiene el surrealismo. El surrealismo no ha partido de ella; se la ha encontrado en su camino y, con ella, sus posibilidades de extensión a todos lo dominios que no son los de la pintura. Las nuevas asociaciones de imágenes que propiamente suscitan el poeta, el artista o el sabio tienen de comparable que toman prestada una pantalla de una textura particular, sea esta textura concretamente la de un muro decrépito la de una nube o cualquier otra: un sonido persistente y vago vehicula, en exclusión de cualquier otro, la frase que tenemos necesidad de oír cantar. Lo más sorprendente es que una actividad de este tipo, que, para ser, necesita la aceptación sin reserva de una pasividad más o menos sostenida, lejos de limitarse al mundo sensible haya podido ganar profundamente el mundo moral. La suerte, la felicidad del sabio y del artista cuando encuentran no puede ser concebida sino como un caso particular de la felicidad del hombre; no se distingue de él en su esencia.
El hombre será sueño de sí el día en que, como el pintor, acepte reproducir sin cambiar nada lo que una pantalla apropiada pueda comunicarle anticipadamente de sus actos. Esa pantalla existe. Toda vida comporta estos conjuntos homogéneos de hechos de aspecto agrietado, nuboso, que cada uno debe limitarse a contemplar fijamente para leer su propio destino. Que penetre en el torbellino, que remonte las huellas de los acontecimientos que entre todos le han parecido huidizos y oscuros, de los que le han desgarrado. Allí -si su interrogación vale la pena-, puestos en fuga todos los principios lógicos, le saldrán a su encuentro lo poderes del azar objetivo que se burlan de la verosimilitud. Sobre esta pantalla todo lo que el hombre quiera saber está escrito en letras fosforescentes, en letras de deseo.

El deseo, único resorte del mundo, el deseo, único rigor que el hombre ha de conocer, ¿dónde podré adorarlo mejor que en el interior de una nube? Las formas que desde la tierra adoptan las nubes a los ojos del hombre no son de ninguna manera fortuitas, son augurales. Si toda una parte de la psicología moderna tiende a evidenciar este hecho, constato que Baudelaire lo presintió en esta estrofa del Viaje en la que el último verso, pleno de sentido, se hace eco de una manera inquietante de los tres primeros: Las más ricas ciudades, los más vastos paisajes/ no tuvieron jamás el atractivo embrujo/ que poseen las nubes que el azar dibuja/ ¡haciendo siempre del deseo nuestra inquietud!

Heme aquí en la nube, heme aquí en la estancia intensamente opaca donde siempre he soñado penetrar. Deambulo por la magnífica sala de baños de vapor. Todo mi alrededor me es desconocido. Seguramente hay en alguna parte un mueble con cajones cuyos anaqueles sostienen cajas asombrosas. Camino sobre el corcho. ¡Habrán sido lo bastante locos como para situar un espejo entre todos esos cascotes! ¡Y los grifos siguen escupiendo vapor! Suponiendo que tenga grifos. Te busco. Incluso tu voz ha sido arrebatada por la niebla. El frío hace pasar sobre mis uñas una lima de noventa metros (a los cien, y no tendré uñas). Te deseo. Sólo te deseo a ti. Acaricio a los osos blancos sin llegar hasta ti. Ninguna otra mujer tendrá jamás acceso a esta estancia donde tú eres mil, el tiempo de descomponer todos los gestos que te he visto hacer. ¿Dónde estás? Juego a las cuatro esquinitas con los fantasmas.

Pero acabaré por encontrarte y el mundo entero se iluminará de nuevo porque nosotros nos amamos, porque una cadena de iluminaciones nos traspasa. Porque arrastra a una multitud de parejas que como nosotros sabrán indefinidamente hacer un diamante de la noche blanca. Soy este hombre de pestañas de erizo que por vez primera alza la mirada ante la mujer que debe ser todo para él en una calle azul. En la noche este hombre terriblemente pobre abraza por primera vez a una mujer que ya no podrá deshacerse de él sobre un puente. Soy en las nubes este hombre que por alcanzar a la que ama está condenado a desplazar una pirámide hecha con su ropa blanca.

LA ISLA SURREALISTA


Mayo de 1935. Tenerife recibe a André Breton, Jacqueline Lamba y Benjamín Péret. La visita está motivada por la inauguración de la Exposición Internacional del Surrealismo, organizada en el Ateneo de Santa Cruz, por los redactores de la revista "Gaceta de Arte", que con tal motivo llevan un cierto tiempo en contacto con el grupo capitaneado por el autor de Les pas perdus. El contacto se ha producido a través de Oscar Domínguez, entonces en París, y gracias al cual las playas negras y la lava tinerfeñas ya han hecho acto de presencia en la poesía bretoniana. Los ilustres visitantes se reúnen con el equipo local -lo atestigöan las fotografías sepia de Eduardo Westerdahl, el director de la publicación, en las que también queda fijado el perfil de Agustín Espinosa, Pedro García Cabrera, Emeterio Gutiérrez Albelo, Domingo López Torres y Domingo Pérez Minik-, pronuncian conferencias -en el inicio de una de ellas, Breton hace un encendido elogio de Espinosa y de su Crimen-, recorren la isla, publican algún texto en la prensa diaria. Se anuncia la proyección de L´âge d´or de Buñuel, proyección luego prohibida. Como consecuencia de aquella estancia, en octubre se publica el segundo número del errante y multilingöe "Boletín Internacional del surrealismo", en el que se ataca a la vez a los escritores fascistas españoles -entre ellos, a Giménez Caballero-, y a Alberti y demás adeptos del realismo socialista. "Gaceta de Arte" sigue defendiendo una idea amplia de vanguardia, que incluye la arquitectura racionalista, la tipografía democrática, la nueva fotografía, la pintura de Kandinsky, Klee o Baumeister. Número tras número, sin embargo, el
surrealismo pesa más y más en sus páginas. Breton, frente a otras posibilidades, indica, en una hojilla de color rojo adherida a ellas, que la única traducción castellana legítima de la palabra francesa "surréalisme", es "surrealismo".


A su vuelta a Francia, Breton escribe "Le château étoilé", texto que publica primero en "Sur" de Buenos Aires, y luego en "Minotaure", y que unos meses después convertirá en quinto capítulo de L´amour fou (1937), uno de sus grandes libros. La ascensión al Teide le proporciona el pretexto para una reconstrucción mítica de la isla surrealista, en la que además del pico del volcán y del amor por Jacqueline, adquieren protagonismo la lava y las fumarolas, el cielo y el "diamante del aire" y las nubes, las "passantes", la frustrada proyección de L´âge d´or, el Puerto de la Cruz, el Jardín Botánico setecentista de la Orotava...


De Praga a Tenerife, del castillo estrellado -el de Hvezda, en la capital checa- al pico del Teide, el surrealismo propone, por aquel entonces, el mapa de una huida. Breton escribe en el diario "La Tarde" que con un jabón que semeja lapislázuli, se ha lavado las manos de Francia, y de Europa. Tenerife, a la postre, no sería sino una etapa en el decisivo caminar de los surrealistas hacia el Oeste. Las siguientes -México, la Martinica, Santo Domingo, Haití, Nueva York, las reservas hopis- dibujarían otra deriva. En cuanto a la "facción española surrealista de Tenerife", como la llamaría Pérez Minik en su libro de 1975, la guerra civil truncaría dramáticamente su actividad.