Image: La mentira dee la costumbre

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Novela

La mentira dee la costumbre

Juan Bonilla publica “La noche del Skylab”

11 octubre, 2000 02:00

Juan Bonilla (Jerez, 1966) es novelista de mucho cuento. Mucho y bueno, como prueban los catorce relatos que ahora reúne en La noche del Skylab (Espasa) y del que forma parte "La mentira de la costumbre", una historia inquietante y divertida, a vueltas con el amor, la familia y las costumbres que la fortalecen.

Ninguna de las chicas de las que me enamoré y que se enamoraron de mí llegó a comprender que, antes de que durmiéramos nuestra primera noche juntos, era necesario que mi padre diese su visto bueno a nuestra unión. Conseguí concretar en esta expresión -dar el visto bueno- las exigencias que me impuso mi padre cuando cumplí los catorce años. No fue fácil dar con ella y la encontré después de varios fracasos que, entre otras humillaciones menores, depararon una bofetada y un escupitajo: a la primera chica con la que salí, después de una semana de estar juntos, paseando, merendando, viendo cómo el sol se ponía en el horizonte; le confesé que dado que creí haberme enamorado de ella, era imprescindible que supiera, antes de pasar a mayores, que necesitaba por imperativo familiar, mostrársela a mi padre para que él decidiese si me convenía o no. La muchacha me abofeteó después de preguntarme: "¿Es broma?" Con la cuarta chica con la que salí no estuve más afortunado: al tercer día de conocernos, después de ir juntos al cine y espantarme en mitad de la sesión al sentir que sus dedos se deslizaban por mi brazo buscando una mano que retiré, me vi obligado a darle explicaciones de una actitud de rechazo tan indigna. Le expuse que, antes de pasar a mayores, era imprescindible que fuésemos a mi casa para que mi padre la examinase y que, si él la aprobaba, no tendríamos ya obstáculos que impidieran nuestra unión para siempre. "¿Para siempre?", preguntó, "¿Examen?", preguntó, "¿tu padre?", preguntó. Y entonces vino el escupitajo en la cara. Se dio la vuelta y se fue sin atender a mi llamada. Esa misma noche encontré la expresión "dar el visto bueno". Mi padre tiene que dar el visto bueno para que sigamos viéndonos y podamos pasar a mayores, les decía a las chicas de las que me enamoraba y que, tal vez, se enamoraban de mí o sentían curiosidad por aquel muchacho tímido y apuesto que yo era. Algunas no pusieron reparos en conocer a mi padre, pero cuando éste las invitaba a pasar a su dormitorio y les ordenaba que se desnudasen mientras yo, sentado en una esquina contenía la respiración, un gesto de terror subía a sus rostros deformándolos, y sin decir nada, o profiriendo algún insulto, o una maldición, las muchachas huían del cuarto.

El trote de la angustia nocturna en mi pecho, el sudor frío de las madrugadas insomnes, me obligó a arrostrar a mi padre con una pregunta: ¿qué pasaría si decidiese no traer a ninguna muchacha más a casa para que la examinara?

—¿Lo dices en serio? -me preguntó bromeando-. ¿De verdad se te ha pasado por la mente esa posibilidad? ¿Has pensado en algún momento que podrías emparejarte con alguna zorra sin que yo la pruebe primero y lo consienta? ¿Sabes a lo que te arriesgarías con eso?

Dije que no avergonzado, aunque sabía bien la respuesta: me arriesgaba a que el amor por una mujer me separara de mi padre. Que mi padre se acostara con la mujer que yo eligiera como esposa y consintiera en que fuera probada por él para casarse conmigo, era una garantía de que el sentimiento de posesión hacia ella nunca me ensuciaría tanto como para olvidar que esa mujer también le pertenecía a él.

-Haz lo que quieras. Conoces muy bien cuáles son las reglas, cuáles las costumbres. Sólo te pido que seas honesto y que si decides no presentarme a la muchacha de la que te enamores me lo hagas saber con un simple gesto: marchándote de esta casa.

No se me escapa que aquel paso tímido lo di no sólo para borrar las angustias nocturnas de mi pecho y para conciliar el sueño en las interminables madrugadas, sino también porque acababa de entablar amistad con Luna, una bellísima bailarina con la que había coincidido en la consulta de un traumatólogo y con quien me había tomado algunos cafés, charlado de mil asuntos triviales y de unos cuantos trascendentes. Me estragaba la certidumbre de que si le contaba a Luna que antes de que llegáramos a las manos tenía que presentarla a mi padre, ella me despreciaría y no entendería qué fuerza me impulsaba a obedecer una costumbre tan estúpida. Así que preferí no contarle nada. En nuestro tercer encuentro, después de que yo ya hubiese planteado a mi padre mi preocupación, tuve que ser brusco para detener el avance de su rostro hacia el mío. Me preguntó: "¿Qué ocurre?" Y yo me diluí en un imbécil: "Estoy un poco mareado, eso es todo". A la mañana siguiente me fui a ver a mi tía. Hacía mucho que no la veía: después de la muerte de mi abuelo, mi padre y su hermano dejaron de frecuentarse. Luego se declararon una guerra por la herencia de la familia de la que mi tío salió mal parado. Cuando mi tía me vio allí, detenido ante su puerta, no pudo retener una ironía injusta: hombre, el heredero de la familia visita a sus parientes pobres. Traté de hacerle ver que yo no tenía nada que ver con los combates de mi padre con su marido, y me costó media hora convencerla, hasta que, acaso cansada de escuchar la misma cosa repetida una y otra vez, me preguntó sin alterar su rostro con ningún gesto: "¿Qué te trae entonces por aquí?"

Le dije que necesitaba saber si había alguna forma de burlar esa costumbre según la cual el hijo debe dejar que su novia satisfaga al padre. Entonces ella sí que alteró su rostro con un gesto de sorpresa, un gesto que equivalía a "qué coño estas diciendo". No supe si el "qué coño estás diciendo" de aquel gesto se debía al hecho de que se estuviese escandalizando de la mera formulación de esa posibilidad, de que yo me hubiese propuesto desafiar a una costumbre, o bien se debía al hecho de que ella nunca antes había oído hablar de esa costumbre, es decir, que no tuvo que acostarse con mi abuelo para poder casarse con mi tío: Después de abanicarse su ancha cara enrojecida súbitamente, me pidió que le explicara qué quería decir, a qué me estaba refiriendo, si estaba tomándole el pelo o me había vuelto loco. Todas estas expresiones contribuían a enredarme, porque ninguna de ellas me demostraba que mi tía supiera de qué le estaba hablando, y ninguna de ellas decantaba su posición hacia uno de los dos platillos de la balanza. Tartamudeé:

—Ya sabes, cuando el hijo conoce a la mujer de su vida debe llevarla a que conozca al padre.

—¿Qué hay de malo en ello?

—Y el padre, ya sabes, debe acostarse con ella para dar su aprobación, debe probarla.

—Tú te has vuelto completamente loco.

Enérgicamente me ordenó que detallara desde cuándo me había inculcado mi padre la necesidad de esa costumbre, cuántas chicas le había llevado, cómo no se me había ocurrido venir antes para buscar amparo en ella. Entonces le hablé de la posibilidad de que la costumbre no fuese invento de mi padre, de que su marido, mi tío, la hubiera librado de sacrificarse en la habitación de mi abuelo y se las arreglase para encontrarle una suplente, una puta que se le pareciera, por ejemplo, con la que satisfacer a mi abuelo, cumplir la costumbre y a la vez librar a la mujer que amaba de ese fatídico avatar. Mi tía no pudo soportarlo más, me pidió que me fuera, me dijo que no sabía si la locura era cosa que se contagiara, pero que me vendría bien alejarme de mi viejo porque me estaba volviendo tan loco como él y, como él, sería un desdichado, un ser amargado, rico, pero amargado.
Con el ánimo pegado a la suela de los zapatos acudí a mi cita con Luna. Se lo conté todo. Su rostro adquirió una palidez espectral. Tuvo que ausentarse y acudir al baño para recomponerse un poco, refrescarse y tal vez mirarse al espejo para ordenarse: sal huyendo. Se obedeció.

Decidido a enfrentarme a mi padre y echarle en cara que controlase mi vida hasta el punto de fundamentar nuestra relación en una mentira a la que quiso halagar con el aura de las costumbres inalterables a las que no cabía otro remedio que rendirse, me fui hasta mi casa despojado de cualquier otra intención que no fuera entablar una batalla con el viejo antes de hacer las maletas y marcharme. Pero no pude hacerlo al ver a mi padre allí, ante el televisor, agotando sus horas sin nada que hacer, sin nada a qué dedicarse, aguardando mi vuelta para tal vez pronunciar las primeras palabras del día. Sólo hablaba conmigo y con el televisor. El televisor a menudo le contaba cosas que no quería oír: yo no podía hacer lo mismo. Lo vi tan desprotegido, tan enfermo, que no fui capaz de humillarlo. Entré en mi cuarto. Abrí una maleta y la llené de ropa. Luego la dejé descansar escondida debajo de la cama. Era mejor marcharme sin despedirme, cuando se quedara dormido, cosa que hacía siempre muy temprano. No tenía ni idea de dónde podría refugiarme: aquella noche me metería en un hotel, y por la mañana cogería el primer tren que saliera de la estación camino de cualquier parte. Tienes que hacerlo, tienes que hacerlo, me repetía para convencerme. No lo hice. Dejé la maleta llena de ropa debajo de la cama y me dormí muy temprano poco después de que mi padre me diera las buenas noches.

Cuando dos años después mi padre murió, yo fui el único que asistió a su entierro. Fueron dos años distintos en los que yo, lejos de desapegarme de él por lo que me había hecho, me dediqué a él sin rencor. De vez en cuando le llevaba "novias" mías para que las examinara: eran putas a las que yo contrataba para que se acostaran con mi viejo. él salía de su alcoba, se venía a la mía y me preguntaba: "¿Estás enamorado de esa chica?" Yo le contestaba que no estaba seguro. él me confirmaba: "La verdad es que es un potro fantástico: te doy mi bendición si quieres hacerla tu esposa, aunque no me parece que tenga categoría para ser de los nuestros, piénsatelo". Y se iba silbando una melodía alegre. Un par de días después, yo le confesaba, en mitad de la cena, que había roto con la chica que sometí a su aprobación. él se sentía orgulloso de mi decisión y me preguntaba si me la había cepillado. Unas veces le decía que sí y comparábamos nuestras experiencias, otras le decía que no y entonces él detallaba cómo le había ido a él.

Murió de un infarto después de acostarse con una puta cubana a la que di orden expresa de que lo agotara. Sabía que estaba delicado de salud y quería brindarle un final de ópera. Me parecía que para él morir con una hembra cabalgándolo era la manera adecuada, la ideal.

Desde entonces vivo solo en esta casa tan grande en la que tantos miedos pasé, en la que tantos sueños me alejaron de todo lo que conozco. Sigo sin casarme a pesar de que ya no pesa sobre mí la mentira de aquella costumbre. Me resulta imposible no contarle a las chicas de las que me enamoro que antes de acostarse conmigo necesito que mi padre las apruebe. Por supuesto, ninguna acepta; me tachan de loco o depravado, según, salen huyendo o me insultan. Pero no puedo prescindir de ese rito.