Novela

Una fuente inagotable

Martin Walser

15 noviembre, 2000 01:00

Traducción de Marisa Presas. Lumen. Barcelona, 2000. 361 páginas, 3.500 pesetas

Una fuente inagotable dista mucho de ser una novela lograda. Se acomoda a una suerte de indefinición que frustra un proyecto interesante

A l finalizar la guerra los aliados decretaron que de entre los prisioneros alemanes sólo serían confinados en campos de concentración los soldados nacidos en 1927 o antes. Por ello, el protagonista de Una fuente inagotable y sus compañeros de quinta falsifican burdamente su documentación para transformar el 7 en 8, y ganar así la libertad. Se trata, con todo, de un transparente guiño autobiográfico, pues el ensayista, dramaturgo y narrador Martin Walser nació también en 1927, en una localidad ribereña del lago de Constanza, Wasserburg, el escenario principal de su novela. Pese al distanciamiento de la tercera persona narrativa estamos, pues, ante una novela de patentes resonancias autobiográficas, reforzadas además por la vocación literaria del protagonista a la que alude precisamente el título. Una fuente inagotable tiene mucho de bildungsroman, el género modernamente reinventado por Goethe, en donde el aprendizaje del héroe es a la vez vital y literario. Johann, ese mozo movilizado poco antes del final del III Reich, había sido un niño obsesionado por las palabras obscenas del señor Seehahn, que "hablaba un alemán entreverado del dialecto de los bávaros cultos" (pág. 42), y por las palabras dificultosas que su propio padre, el labrador Taddäus Unsicherrer, le hacía repetir una y otra vez, "palabras que al principio se defienden, después ya no" (pág. 54). A ese ciclo iniciático verbal, sigue una adolescencia de poeta en ciernes, para que finalmente la novela concluya en el momento justo en que Johann se prepara para dar el paso trascendental de poner por escrito y en prosa sus sueños de joven derrotado que se confía a la fuente inagotable de su idioma en el comienzo de una carrera como escritor. Walser lo hizo en los primeros años cincuenta, como un miembro más del llamado "Grupo 47" al que perteneció también Gönther Grass. Un grupo caracterizado por el compromiso y la crítica social que Walser proyectará sobre la Alemania del famoso milagro económico.

Aquí nos ofrece, por el contrario, una visión de aquella otra Alemania humillada por el tratado de Versalles que considera a Adolf Hitler el caudillo que le devolverá el orgullo y acabará con el caos económico. Precisamente en el seno de su propia familia se encarnan la contradicción entre quienes, como la madre, ven en el Föhrer el salvador, lo que le lleva a entrar en el partido nazi, y la actitud representada por el padre, veterano del 14, que desde antes de que Hinderburg lo nombre canciller tiene ya muy claro que "Hitler significa la guerra" (pág. 53). Una fuente inagotable traza, así, a lo largo del periodo que va de 1932 a 1945, no sólo la trayectoria de un aprendizaje individual, con el habitual capítulo de las iniciaciones sexuales, sino también la del "resistible ascenso" del III Reich, visto desde el microcosmos de la pequeña localidad natal de su protagonista y de su autor. "El pueblo era como la condensación de la humanidad" (pág. 287), leemos en una de sus páginas, y por ello el escritor opta por narrar la historia de Alemania entre los años indicados a partir de lo que la sociedad municipal de Wasserburg goza y sufre de ella.

No es la primera vez que Walser se ocupa del nazismo, en el que centraba ya, en 1964, su texto teatral El cisne negro, pero lo que se nos ofrece aquí es la clave de cómo Hitler pudo llegar a tanto gracias al apoyo de un pueblo crédulo y humillado. No hay una especial diatriba contra los nazis locales. El primer líder del partido en Wasserburg es un carpintero de ribera, el señor Minn, que romperá su carnet cuando Hitler ya gobierna porque el maestro del pueblo se había burlado de la virginidad de María en el transcurso de su conferencia titulada "Navidad, una fiesta alemana". Las profundas convicciones evangélicas de Minn, y de su hijo, que ya vestía el uniforme de las SA de la Marina, les habían obligado a abandonar "aquel partido de ateos" (pág. 243), y dar paso a un nuevo jefe local, el funcionario de aduanas Harpf, al que muy pronto corresponderá el triste papel de heraldo de las muertes que desangran Wassenburg y toda Alemania.

Una fuente inagotable dista mucho, sin embargo, de ser una novela lograda. Se acomoda a una suerte de indefinición que frustra un proyecto realmente interesante. Ni profundiza en la vertiente lírica, intimista, propia de las novelas de aprendizaje cuando someten la amplitud del mundo a la conciencia subjetiva del héroe, ni opta, en sentido contrario, por otra dimensión de entre las posibles, la memorialística, en donde el personaje interesa en cuanto protagonista o testigo de los grandes acontecimientos colectivos que le tocó vivir. La novela de Walser aparece lastrada, sobre todo en su primera parte, por un detallismo más onomástico y circunstancial que propiamente descriptivo a propósito del pueblo de Wasserburg, pintado aquí más como objeto de censo que de una genuina recreación literaria.