Novela

La novia de Matisse

Manuel Vicent

15 noviembre, 2000 01:00

Alfaguara. Madrid, 2000. 259 páginas, 2.850 pesetas

La nueva incursión de Manuel Vicent en la novela parte de un enfoque bastante clásico: conjuga una trama marcada que se sostiene en una leve dosis de eficaz suspense, unos personajes suficientemente definidos y un medio descrito con riqueza de matices. Con esos mimbres construye una historia que interesa por los curiosos, amenos y originales sucesos que relata pero que también propone una visión de la vida. Todo ello llega al lector mediante una prosa narrativa muy cuidada, aunque contenida para que no pierda en ningún momento la cualidad funcional que cabe exigirle al vehículo de una narración.

Vicent recrea en La novia de Matisse una parcela de la realidad en sí misma fascinante: el mundo del coleccionismo de arte, llenos de brillos y miserias, prestigios ciertos y amaños fraudulentos, elevación espiritual y tiburoneo mercantil, artistas auténticos y falsificadores diestros; también de espectadores entregados al fulgor de la belleza, capaces de consagrar la vida a ella por las razones que luego diré. Estos ingredientes entran en las relaciones triangulares -que incluyen sexo intenso y explícito- de un nuevo multimillonario, su joven mujer y un marchante.

Estos personajes (acompañados de un coro de atractivas figuras) tienen un pie en estereotipo, pero de él se salvan por la intensidad de su ofrenda a esa pasión y por algún curioso detalle de la peripecia, por ejemplo el encargo que hace el rico al marchante de que se acueste con su esposa, condenada a muerte por una fulminante enfermedad. La novela da un quiebro irónico a esta inhabitual encomienda y un inesperado desenlace sirve de trampolín para verificar una tesis.

Dicho así, parece un collage costumbrista, pero funciona muy bien para sugerir un ambiente entre folklórico y refinado dentro del que resulta natural ese peculiar círculo del arte, que engloba bohemia, picaresca y cajas fuertes. También escapa del puro pintoresquismo porque siempre se enfoca desde un punto de vista distante, descomprometido, propio de una mirada cínica no dispuesta ni siquiera a caer en las tentadoras redes de los sentimientos. La postura impasible de narrador se salda con resultados bastante nihilistas.

La materia anecdótica abunda en noticias notables. Importa señalar la versatilidad de los escenarios, que abarcan lo cosmopolita y lo castizo. Van en coincidente dirección de lo señalado unas líneas arriba y la intensifican: pintar el retablo de un mundo mestizo sin otra jerarquía que el poder del dinero, en manos de advenedizos. Al hedonismo de esa forma de vida, que persigue a toda costa la felicidad por medio de variados placeres, se agrega una falta de sentido trascendente radical.

Como Vicent no es un escritor social, se desentiende de lo que cuenta y lo deja ahí como daguerotipo de una época, y cada quien entienda lo que quiera. En todo caso, claro, es difícil que uno se quede indiferente ante el imperio de la especulación económica, la inautenticidad y el confusionismo. Todo ello aflora a través de frecuentes y destructivos sarcasmos. Pero no van los tiros por esta vertiente del testimonio sino por la presentación de una propuesta moral.

La novela contiene un núcleo de pensamiento nutrido por una serie de opiniones: la belleza produce vitalidad; el arte genera belleza y con ello pone inyecciones de placer; el nudo de sexo y arte permite alcanzar cimas de emoción inefables... El arte se convierte, pues, en el centro de una cierta moral, respecto de la que no podemos olvidar esta revulsiva afirmación: los artistas se permiten toda clase de vicios porque en la ciénaga encuentran el impulso para crear belleza y, por consiguiente, "la amoralidad es la ley suprema del arte".

Algunos personajes de la novela encarnan una perentoria búsqueda de la belleza, la cual "te sana, te salva, te hace inmortal por sólo entregar tu vida a ella como hacen los místicos con Dios". Quiere indicarse con ello, según se afirma, que la piedad religiosa de antaño ha sido sustituida por una emoción laica que llamamos estética. Así que, en el mundo descreído y materialista de Vicent surge una fuerza con poder redentor, literalmente terapéutico. Y, puesto que, como antes señalé, el arte es capaz de producir belleza, se convierte por tanto en una verdadera religión. Una religión de la belleza, diríamos, subjetiva y sin moral.

Al haber circunscrito Vicent su objetivo inicial a desarrollar un argumento con recursos y técnicas sencillos, consigue un relato entretenido y de lectura gustosa. Una novela puede ser seria sin ser aburrida y puede exhibir creatividad y hallazgos verbales sin que deje de contar muy directamente una buena historia. Es el caso de La novia de Matisse. Pero esa intrínseca sustancia novelesca está alimentada con una carga de intención que se desvela al presentar una auténtica tesis pagana tan original y seductora como caprichosa y disolvente. Por ese conjunto de razones estamos ante una de las novelas más afortunadas -aunque de apariencia no muy ambiciosa- del escritor valenciano.