Novela

El otoño siempre hiere

Raúl Guerra Garrido

15 noviembre, 2000 01:00

Muchnik Editores. Barcelona, 2000. 258 páginas, 2.200 pesetas

Vida y literatura se dan la mano en El Otoño siempre hiere, un hermoso libro de Guerra Garrido donde lo autobiográfico se oculta, por pudor, en los ropajes de la ficción

Raúl Guerra Garrido (Madrid, 1935) lleva ya más de treinta años de entrega al oficio de novelista, desde su primera salida en público con Cacereño (1969). Cuenta con más de una docena de novelas, algún premio importante y nunca le faltó el interés de la crítica y el público. Sin embargo, creo que sus merecimientos son mayores que los reconocimientos obtenidos. Pues hay en su trayectoria narrativa algunas novelas que atestiguan la voluntad de permanencia de un autor implicado en abordar los problemas de su tiempo. Sirvan de ejemplo, por citar sólo uno de los más más graves, sus incursiones narrativas en el análisis del terrorismo en el País Vasco, acometidas con inteligencia, valentía e insobornable actitud moral en novelas de elevado mérito literario como Lectura insólita de "El capital" (1976) y La carta (1990).

En la última, sin embargo, el autor ha concentrado su mirada en la esfera de lo personal, de su más íntima experiencia del paso del tiempo y de despedida de un territorio ligado a la adolescencia del narrador y protagonista. La novela misma sugiere este proceso de interiorización desde un falso comienzo en tercera persona, "El escritor supo que aquel sería su último viaje" (pág. 9), inmediatamente abandonado por la narración en primera persona que se mantiene durante treinta capítulos hasta concluir con esta estremecida confesión: "Me fui como quien se desangra" (pág. 257). Aquel principio y el título de la novela adelantan el aire de despedida y el tono melancólico de la obra. Porque al otoño remite el tiempo en que se lleva a cabo el viaje: un día y dos noches de septiembre; y en edad otoñal vive ya el narrador y protagonista, Raúl Fernández, a sus casi 65 años, cuando regresa al Bierzo de su adolescencia para asistir al entierro de un tío suyo con el que se ha muerto el último familiar de la generación anterior. El viaje de Cacabelos sirve de acicate para la memoria y acaba por transformarse en viaje interior hacia los recuerdos y experiencias vividos en aquel valle leonés fronterizo de Galicia. Tras la herida del otoño concebido como metáfora de la vejez, con las pérdidas ocasionadas por el paso del tiempo, el final encarna una triste despedida de una época y un territorio que ya son definitivamente pasado.
El autor ha procedido con especial habilidad en su bien calibrada mezcla de realidad y ficción. En la figura del narrador y protagonista se funden rasgos procedentes de la biografía del autor (ambos se llaman Raúl, nacieron en Madrid, tienen la misma edad, son escritores, han publicado alrededor de una docena de novelas y se han dejado barba) con otros inventados pero que no disuenan de los verídicos: el protagonista vive en Bilbao, el autor en San Sebastián; aquél ganó el premio Planeta, éste fue finalista y ganó el Nadal. De modo que vida y literatura se dan la mano en este hermoso libro donde lo autobiográfico se oculta, por pudor, en los ropajes de la ficción.

Dos tiempos, el pasado de la adolescencia y el presente de la madurez, el ayer dilatado en el recuerdo y el hoy reducido a un día y dos noches, quedan ensamblados en una narración alternante que va dando cabida a muy diversos episodios y anécdotas familiares y de amigos, y a la evocación de los primeros escarceos eróticos y al descubrimiento de la literatura, a la irónica consideración de ciertas locuras y fantasías locales, a la revisión de las costumbres de aquella sociedad agrícola y su vida en la posguerra o su experiencia de la emigración. Todo va pasando con sencillez y naturalidad por la rememoración autobiográfica del narrador y protagonista, que salpica su discurso con múltiples referencias culturales, sobre todo literarias y aún metaliterarias. Estas últimas contribuyen a enmascarar y a diluir lo autobiográfico en la ficción. Porque se quiere huir de la autobiografía, temida como "el primer síntoma de impotencia" (págs. 56 y 79), y, en cambio, se disimula en final de novela lo que ha sido una sentida mirada sobre el pasado en un emocionado libro teñido de pesimismo y melancolía con el complemento agridulce que dan la ironía y el humor.