Image: El cielo Raso

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Novela

El cielo Raso

Álvaro Pombo

17 enero, 2001 01:00

Anagrama. Barcelona, 2001. 324 páginas, 2.375 pesetas

La aparición de una novela de álvaro Pombo (Santander, 1939) es siempre un hecho reseñable, porque existe la certeza de que, acertada o no, la obra ofrecerá siempre una densidad intelectual muy superior a lo que suele ser habitual entre nosotros. Pombo, en efecto, no pertenece a esa estirpe de escritores de historias repletas de movimiento y acción exterior, que parecen surgir con todas las características necesarias para ser convertidas rápidamente en imágenes. La literatura de Pombo es una literatura con ideas; el movimiento de sus personajes es, sobre todo, mental. Esto nada quiere decir a favor o en contra de unos u otros modelos narrativos. De ambos pueden surgir obras notables o insignificantes. Se trata sólo de situar a Pombo en las coordenadas que le corresponden, que son las de la reflexión y el análisis psicológico. En El cielo raso se plantean varias historias en un ámbito temporal que abarca medio siglo: la de Carolina de la Cuesta y su hermano Leopoldo; la de su primo Gabriel Arintero, cuya condición homosexual lo distancia de su prima y determina en buena medida su salida de España y sus años de exilio voluntario, primero en Londres y luego en El Salvador; la de Esteban, ahijado de Leopoldo y víctima desnortada de sus problemas afectivos. Hay otros personajes de menor presencia, pero en los que el autor intenta sumergirse con la misma profundidad que en los anteriores; así, los dominicanos Siloé y Virgilio, o el excarcelado Salva. Todos ellos ayudan a encarnar las ideas esenciales que sostienen el entramado de la historia: la homosexualidad, primero reprimida y oculta y luego declarada; la carencia de afecto en los años de formación del individuo, que conduce a una situación de sexualidad titubeante o bien a conductas que llegan hasta la infantilización y la coprofilia, e incluso al crimen. Si el amor de Gabriel Arintero por Oswaldo le permite extender su solidaridad a todos los seres oprimidos, la tensa ruptura entre Leopoldo y su ahijado y su distanciamiento posterior -que sugiere con nitidez la relación que pudo ser y no fue- desembocan en tragedia.
La riqueza y complejidad de ideas que poseen las páginas de El cielo raso no puede resumirse en unas breves líneas que sólo aspiran a señalar esta notable peculiaridad de la novela, nada sorprendente si se conocen las obras anteriores del autor. Los amigos de marbetes y encasillamientos no dudarán en alojar El cielo raso en el apartado de la llamada "novela intelectual". Pero este aspecto es precisamente el que provoca la acumulación en el texto de rasgos que asfixian a veces los valores narrativos bajo un alud de reflexiones teóricas que el narrador, no sólo omnisciente sino libérrimo en sus planteamientos, intercala sin cesar. De este modo, hay páginas que parecen más propias de un ensayo que de una obra narrativa. Esto afecta incluso a las explicaciones relativas a estados de ánimo de los personajes, sustituidas por símiles y referencias intelectuales: "De Esteban podría decirse ahora exactamente lo mismo que la proposición XII de la tercera parte de la ética de Spinoza declara en abstracto: la mente en la medida de lo posible procura incrementar aquellas cosas que incrementan o ayudan a su poder de actuar" (pág. 234). Por otra parte, los pensamientos y las reacciones de los personajes se hallan minuciosamente desarrollados por ese narrador omnisciente que no sólo suplanta a Dios -porque lo sabe todo y llega en sus análisis hasta los estratos más profundos de la personalidad-, sino que hace algo más grave en un plano estrictamente narrativo: suplanta al lector, le obtura su capacidad de análisis haciendo aflorar a la superficie del texto todos los resortes ocultos que mueven las acciones y descubren los repliegues últimos de cada individuo. Hay análisis psicológicos magistrales, pero no a cargo de los personajes, sino del narrador. El lector carece así de cualquier posibilidad de juzgar o entender por su cuenta a las criaturas que pueblan las páginas de El cielo raso. El texto se lo da todo resuelto mediante razonamientos de extremada sutileza. En estos casos nos encontramos también demasiado cerca del ensayo, teniendo en cuenta que lo que se nos ofrece es una narración.

La prosa es precisa y por momentos brillante, aunque no se halle exenta de elecciones discutibles, como "internalizar" (pág. 90) o "el entre dos luces del atardecer" (pág. 83) para nombrar lo que se llama crepúsculo" o "lubricán". Tampoco son recomendables usos del tipo de "los sentimientos que sentía" (pág.188), "tumbado en la tumbona" (pág. 155), "estoy pensando pensamientos brutales" (pág. 222). Y existen deslices abiertamente rechazables: "culpabilizarse" (pág. 312), "con estos es con quien tengo que estar" (pág. 321), "una de las cosas que sedujo a..." (pág. 164), "sin sentir [...] el menor hambre" (pág. 282). El cielo raso, con su escritura en general pulquérrima, hubiera necesitado algunos retoques también en este aspecto. A pesar de todo, es obra digna de una lectura reposada.