Image: La aventura del tocador de señoras

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Novela

La aventura del tocador de señoras

Eduardo Mendoza

14 febrero, 2001 01:00

Seix Barral. Barcelona, 2001. 350 páginas, 2950 pesetas

Tenemos un Mendoza divertidísimo, amén de crítico en la medida en que su radical escepticismo le permite abogar por una reforma colectiva

Ofrece Eduardo Mendoza un caso llamativo de curiosa paradoja: quien es uno de los narradores españoles actuales mejor dotados para la revelación del mundo por procedimientos imaginarios, no deja periódicamente de dar la tabarra (lo digo en broma, claro) con el oráculo del fin de la novela. Su propia obra desmiente ese presunto riesgo, pero, a la vez, él rinde tributo a tan arriesgada e improbable teoría escribiendo unas ficciones terminales que antes que nada se conciben como burla de este viejísimo género, o, al menos, de alguna de sus modalidades. En concreto, semejante descreimiento del futuro de la novela lo materializa, en una parte de sus obras, mediante una múltiple burla del conjunto de códigos de la narrativa criminal, negra, policiaca, o como quiera llamarse esa forma basada en una intriga tras la cual se descubre al responsable de un asesinato.
Se trata de un signo de la modernidad, que Mendoza cultiva con una brillantez incomparable. Ningún reproche cabe hacerle a ese derecho suyo a seguir tal inclinación, aunque a mí me haya parecido de antiguo una coartada -inteligente, por lo demás- para no arriesgarse a fondo en la construcción de un sentido más radical y explícito de la realidad, y de los inquietantes problemas del presente, y para rehuir una concreta intervención en ella. La sutil ironía de innumerables páginas suyas viene a ser una forma elegante de no revolver mucho la porquería, una señal de buena educación que dice lo que quiere, pero poniendo una aduana que no permita ninguna clase de desbordamiento.

En eso sigue al recuperar su antiguo mundo enloquecido (el de El misterio de la cripta embrujada o El laberinto de las aceitunas) en La aventura del tocador de señoras, aunque con un cambio importante en su actitud. La farsa crítica pero suave de aquellos dos primitivos títulos de Mendoza alcanza ahora unos acentos más comprometidos; y su parcial desentendimiento en ellos de los rasgos de la conflictividad cotidiana se sustituye aquí por detalles de un mundo corrupto o, al menos, hostil bastante abundantes (datos referidos a los negocios, la política, la cultura, el nacionalismo...)

Salvo por este giro, muy notable, la nueva fábula de Mendoza remite a las otras mencionadas por todos sus flancos: protagonismo, técnica y lenguaje. Los numerosos lectores de aquéllas hallarán al mismo narrador, ese loco innominado en libertad provisional que en esta ocasión regenta una decrépita peluquería; también al inspector Flores, ya jubilado por la fuerza y a traición, o al psiquiatra Sugrañes. Y disfrutarán con ellos como quien reencuentra a viejos, entrañables y despendolados conocidos. A estos personajes se añade una amplia nómina marcada por la originalidad, el interés, el disparate y la sorpresa permanente.

La técnica consiste en llevar con mano sabia la parodia del relato detectivesco hasta los límites del absurdo o el esperpento, más cerca de Mihura que de Valle, pero siempre dentro de la peculiar verosimilitud de lo literario. Mendoza muestra una destreza constructiva impecable: monta la historia, descabellada, con la precisión de un mecanismo complejo; la mueve con absoluta impunidad sin que se resienta en ningún momento, y se apoya en variados recursos -ostensibles, por otra parte-, que encadenan apelaciones al lector, mini resúmenes de la peripecia o cortes abruptos herederos del folletín más popular.

El calco burlesco de situaciones literarias bien conocidas tiene efectos inmejorables, así, el último trecho de la obra, con la reunión de los sospechosos a la manera de los desenlaces de Agatha Christie, lleno de revelaciones que rizan el rizo de la sorpresa.

Todo eso Mendoza lo hace casi con alegre desfachatez, como quien, dotado del innato arte de narrar, se lo pasa muy bien contando tantos disparates y seguro de que el destinatario también lo celebra leyéndolos. Creo que esta sintonía en el despropósito entre autor y lector constituye una meta capital de Mendoza, y su cumplimiento uno de sus aciertos básicos. Pero si el autor está dotado de esa gracia que no se aprende, también es verdad que la trabaja. El juego de recursos desplegados es largo. En el ámbito de las ideas, surca las inmensas aguas de la ironía a bordo lo mismo de sutiles alusiones que de hipérboles atrevidas; de paradojas brillantes que de sarcasmos ingeniosos. Y en el terreno del idioma, alcanza cimas de virtuosismo expresivo al utilizar con deliberada impropiedad distintos niveles de lenguaje.

Así tenemos un Mendoza divertidísimo, amén de crítico en la medida en que su radical escepticismo le permite abogar por una reforma colectiva. Con la misma materia, podría resultar vitriólico. Sin embargo, prefiere la sátira basada en una pugnaz observación costumbrista. No inocente, por supuesto. Quizás la clave de la novela esté en la lúcida advertencia del narrador según la cual él no pertenece a ningún estrato social, ni a los ricos, ni a los indigentes, ni a los proletarios, ni a la "quejumbrosa" clase media. Forma parte de la "purria", gente firme en su falta de convicciones, que labora por el estancamiento de la sociedad, experta en el arte de la rutina y de la chapuza, y que sólo aspira a que la dejen en paz. El cinismo de ésta y de otras muchas anotaciones tiene fuerza revulsiva, pero no se plantea al servicio de un ideario de acción. El retrato contemporáneo de una realidad antiheroica más bien propone un desencanto nihilista. Eso sí: disuelto en el excipiente de una historia inteligente y amena de cabo a rabo.