Image: El niño de los coroneles

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Novela

El niño de los coroneles

Fernando Marías

14 febrero, 2001 01:00

Premio Nadal 2001. Destino. Barcelona, 2001. 528 páginas, 2.900 pesetas

Todo permite augurar al nuevo Nadal buena acogida por parte de un público no demasiado exigente, que busque en la obra entretenimiento digno y no literatura original o perdurable

Alinear El Niño de los coroneles, último premio Nadal, en la modalidad de la novela de aventuras, como hace la nota editorial, es bastante exacto, aunque tal vez algo impreciso. Porque la obra de Fernando Marías (Bilbao, 1958) no se halla en la estela de La isla del tesoro, de Huckleberry Finn o de las novelas de Conrad, sino en el terreno más cercano de los relatos acerca de antiguos criminales nazis que lograron borrar sus huellas y alcanzar una situación confortable. Piénsese en obras como Odessa, de Frederik Forsyth, o Los niños del Brasil, de Ira Levin; a modelos novelísticos así se adhiere la obra de Fernando Marías, cuyos ingredientes temáticos responden a estas modalidades narrativas que el cine ha contribuido a difundir: hay viajes, escenarios diversos,enigmas, crímenes misteriosos, persecuciones, una cadena de casualidades, sorprendentes anagnórisis, manuscritos confidenciales... En este mundo engañoso y turbio casi ningún personaje resulta ser lo que parece. En mayor o menor medida, todos arrastran el lastre de un pasado oscuro, de un crimen, de acciones inconfesables. De ello no se libra siquiera Luis Ferrer, el periodista que sirve de enlace a las variadas peripecias de la historia, ni tampoco Laventier, el admirable benefactor que renunció al premio Nobel de la Paz y cuyo manuscrito recoge los hilos de la densa trama.

Por otra parte, la inclusión de supuestos documentos y cartas, así como la aparición con sus nombres de personajes que existieron en la realidad -aquí, Himmler o el tenebroso Reinhard Heydrich-, tiende a conferir al relato, como es habitual en este tipo de novelas, cierto aire de crónica, de narración de hechos sucedidos, de buceo en los entresijos ocultos de la Historia, fórmula de probado éxito entre muchos lectores. Todo esto permite augurar al nuevo premio Nadal buena acogida por parte de un público no demasiado exigente, que busque en la obra un entretenimiento digno -lo que es perfectamente legítimo- y no literatura original o perdurable. En El Niño de los coroneles, la hondura deseable queda sustituida por la truculencia. Si los personajes dejan alguna huella en la memoria se debe a los efectos de grand guignol que sobre ellos se acumulan: Victor Lars porque es un monstruo, un especialista en el asesinato y la tortura -hay descripciones espeluznantes-, de tal modo que el doctor Moriarty de Conan Doyle o los villanos de Ian Fleming parecen a su lado meros aprendices; Laventier, porque su imagen pública se forja mediante el engaño; Ferrer, porque la terrible historia de su hija le pesa en la conciencia. Y algo parecido cabría decir de otros personajes -Soas, el capitán Huertas, María...-, diseñados con trazos desmedidos o tópicos que hunden sus raíces en el viejo folletín, acomodándose a sus variedades más modernas. ¿Cuántas veces ha explotado el cine, en películas como las de Indiana Jones y otras afines, asuntos como la montaña de los diamantes o la voladura final? ¿Cuántos periodistas destruidos y alcoholizados, como Casildo Bueyes, han aparecido en la pantalla?

La novela de Marías está construida con habilidad. Los diferentes discursos se complementan y encajan en un mecanismo que apenas chirría, y sólo en detalles menores (Ferrer rechaza una copa [pág. 62] y poco después, sin que haya aparecido la camarera, "bebió un sorbo de su copa" [pág. 67]). En el lenguaje asoman algunos usos rechazables: "No te has dignado a venir" (pág. 238); una utilización impropia de "insuflar" (pág. 250) y de "simpatizar" (págs. 75, 489), una orquestación "batutada por mí" (pág. 294) y un empeño tenaz en acudir a giros irrisorios.

Nunca se reanuda o se continúa nada, sino que se "retoma", desde una lectura (pág. 96) hasta una batalla (pág. 376). Nada se convierte o se transforma, sino que "deviene en" (págs. 164, 487, 515, etc.). No existe "a fondo", sino "en profundidad", aunque la preferencia obligue a escribir "escruté en profundidad el fondo de aquellos ojos" (pág. 160).La modernidad deseable no consiste en el abuso del lugar común, desde los "ciudadanos de a pie" (pág. 259) hasta el vacío tic "de alguna manera" (págs. 134, 135, etc.), sino en la persecución del rigor expresivo. Pero acaso esto no importe en absoluto a quienes busquen en la novela una película de aventuras.