Image: La calle de la guardia prusiana

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Novela

La calle de la guardia prusiana

Pere Gimferrer publica, al fin, su novela erótica

28 febrero, 2001 01:00

Desde ese "fondo sin tiempo de los años" de que hablara el poeta Carles Riba, Pere Gimferrer ha rescatado al fin La calle de la Guardia Prusiana, la novela erótica que escribió en 1969 mientras hacía el servicio militar. Declarado inútil poco después de jurar bandera, terminó la novela y aunque gentes como Octavio Paz o Aleixandre la leyeron, resultó imposible su publicación. Luego, se traspapeló y, además, Gimferrer prefirió dedicarse a la poesía en catalán. Sólo años después, "buscando otra cosa" (las cartas de Octavio Paz), encontró una copia de la novela que ahora publica Ediciones del Bronce, de la que apenas ha corregido "algún lapsus mínimo". Además del morbo que el tema erótico suscita, este divertimento tiene un interés esencial, ya que es la última obra de creación en castellano del poeta, y "el adiós al escritor joven que era en 1969 y un adiós a mi etapa de entonces". Un juego más de este provocador, que coincide con otra pirueta: el poeta que hoy es Gimferrer publica al mismo tiempo El diamant dins l’aigua, su último libro de poemas en catalán.

¿Por qué soporta el hombre la vida? No hay una respuesta universal a esta universal pregunta. Cada hombre tiene la suya: se vive porque así lo dicta el azar, porque así lo quiso: que nos retuviera la sonrisa de una mujer en una calle mal iluminada o sus hombros desnudos entre el humo de los cigarrillos y la música de una pianola, o una pelota de colores vivos rodando por el césped del parque un día soleado de nuestra infancia; o más aún: los recuerdos más dulces, los que no sospecha nadie: porque ¿quién podría -muchas veces- imaginar la secreta clave de la vida de este o aquel hombre -al cual, sin embargo, vemos tal vez casi a diario, y del cual creemos saberlo todo porque conocemos sus actos, cuando éstos nada son sin el motivo que los rige; el motivo y no los motivos, porque no importa aquí la causa concreta que, ante determinada circunstancia dada, nos ha llevado a tomar -por decisiva que fuere- esta o aquella resolución, sino lo otro, lo más hondo -lo que informa una vida? Nos lleva cogidos de la mano aquel lejano titilar: en la noche de luna llena -noche de san Juan- había salido anhelante: a lo lejos, al otro extremo del jardín, la música, los farolillos japoneses, las voces de los invitados -discretos, de levita y volantes de organdí-, la verja, solemne en la oscuridad, y aquel resplandor dorado más allá de las cortinas: todos somos alguna vez aquel niño que se escapó de noche al amparo de la penumbra -por los pasillos y la galería cubierta- y corría, porque Beatriz quizá le había visto (en aquel cuarto de los estropajos, y se apretaba, la cabeza entre sus muslos, contra aquel vello denso, mojado y pegajoso como la cabellera de la Gorgona, con el inconfundible olor acre del pubis femenino- no tan distinto del olor húmedo de las bayetas que llenaba aquella habitación cerrada). Había empezado a espiarla mientras ella fregaba; arrodillada, inclinaba el cuerpo hacia adelante y se veían sus muslos -cubiertos de un ligero vello parecido al de las axilas; porque era más bien una mujer hombruna y en absoluto cuidaba su apariencia; provenía de una familia de braceros, era casi analfabeta y se expresaba con dificultad; bella, en modo alguno: los ojos hundidos, la frente angosta bajo una abundante mata de pelo castaño; y miraba con obtusa fijeza; aunque tal vez sabía y comprendía más de lo que aparentaba; pero, por lo demás, no había que suponerla capaz de sentimientos evolucionados; y nunca se supo en virtud de qué impulso favorecía los deseos de Mauricio. Porque al principio se produjo una escisión, un corte transversal de personalidad. Mauricio se levantaba como todas las mañanas -y tenía que ponerse la chaquetilla de ante con botones dorados, el corbatín azul marino, las botas de hebillas plateadas, la gorra de plato con la divisa de la Academia en sinople y gules; todo el ajuar y los arreos de aquel colegio militar rancio y siniestro, como uno de estos cromos con una formación de regulares desfilando ante la bandera -con un brillo de charreteras y correajes que la imaginación del espectador debía suplir donde nada entregaba la glauca opacidad del icono- que venían antaño, con escenas alusivas al Transvaal y a la guerra de los boers, en las tabletas del chocolate, para estimular el sentimiento patriótico de los muchachos que luego darían vivas a Charles Maurras o a José Antonio Primo de Rivera. Se quedaba inmóvil ante el espejo, alisando con la mano los pliegues de la camisa de sarga azul celeste, remetiendo la abotonadura del cuello duro -que debía estar siempre blanco y rígido, y era lavado y planchado semanalmente por Beatriz; cuyos senos olían entonces a almidón- y el cristal le devolvía la imagen -tenía catorce años- de un adolescente, enlevitado como un maniquí, salido de la aureola de un camafeo de tocador que representase -como sagrario de los recuerdos de algún lejano tío abuelo románticamente muerto en plena juventud- la estampa abolida de un húsar cuya sonrisa se fijara, como en una fotografía defectuosa, en un rictus borroso y mecánico, falto de espontaneidad y de vida -mientras la mirada, perdida como en éxtasis, se congelaba en las aguas azules del espejo. Había, entonces, como un código de los modos y expresiones rituales que debían presidir las relaciones -parcas y estrictamente consignadas en las cláusulas de un no escrito pacto de servidumbre semejante al que, con los sórdidos recursos que a la fuerza dicta la astucia, una nación poderosa impone a otra que necesita su ayuda para hipotecar su dignidad por unas prebendas- entre el señorito (como le llamaban) y la doncella.

Porque Mauricio en absoluto los transgredía, y diríase que -especialmente puntilloso- ni por la imaginación le pasaba tutearla o hacer derivar la conversación -si conversación podía llamarse a aquel intercambio impersonal de datos prácticos relativos al servicio- hacia una zona de mayor intimidad. Porque por las noches se masturbaba lentamente ante el espejo, y, a la luz de alfanje de la luna sobre su cuerpo desnudo -que a veces, por un détour imaginativo parecido al que presidía la instalación de ciertos prostíbulos de lujo, cubría parcialmente con alguna prenda militar (pues Mauricio sentía la característica atracción del homosexual pasivo por el uniforme)- su imaginación se nutría -y para qué enumerarlas: son comunes- de las fantasías más diversas, siendo especialmente recurrente la que operaba en su cuerpo la elipsis -tanto visual como mental- que, sin privarle de la frágil y ambigua condición del adolescente, meta- morfoseaba -por separado: supliendo el todo por inducción y extensión- en partes de un cuerpo femenino (Dánae, desnuda y nacarada como en un cuadro de Tiépolo) aquellas partes de su propio cuerpo -y, a su edad y con su imaginación e inexperiencia del sexo contrario, eran aún bastantes-, susceptibles de ello por su suavidad o más bien por cierta vaga e indefinible calidez sensorial -aquellos tonos bronceados oscuros- y la súbita revelación de la blancura o el brusco y brutal chafarrinón negro del pubis. (Y de ahí, con la puerta del cuarto de baño cerrada, aquellas dilatadas y delicadas toilettes ante el espejo -desnudo como el gladiador que con tridente dorado adornase una caja de música: por más que sus fantasías eróticas adultas fueron después de otra índole- y esto prueba que su homosexualidad, por lo demás tardíamente manifestada, no ofrecía los caracteres regresivos de adherencia al mundo infantil que otras veces delatan en el homosexual al hombre manqué, al que es homosexual por incapacidad de entrar en el mundo adulto.) Pues bien: educado en un colegio religioso e incapaz por consiguiente de asociar a ciertas escenas, a ciertas degradaciones, a las mujeres de su familia (puesto que él ignoraba aquellas conversaciones en la veranda, bajo el encañizado, entre la prima Susana y la primita Mercedes, la de los ojos azules, cuando la primita Mercedes venía a pasar unos días -desapacibles casi siempre, con llovizna y un viento racheado que expulsaba del paseo a los turistas de leontina y canotier en sus landós amarillos- a fines del verano: y las dos, sorbiendo un helado, un granizado de café o una horchata...), a menudo la imaginación, por contrapartida, le presentaba a las domésticas (en quienes concurrían, como en las novelas de Sade, caracteres de sumisión y pasividad que las hacían objetos idóneos de sus fantasías) implicadas en estas escenas eróticas que al principio se habían reducido al desdoblamiento operado por la hipóstasis del narcisismo entre sus dos mitades -el yo masculino y el femenino, como si un hermafrodita se amase a sí mismo en las escenas ante el espejo. De suerte que, ante Beatriz, pronto acabó por dividirse -en una suerte de respuesta a la antigua división erótica ante el espejo- en dos Mauricios: el William Wilson-Mauricio que la deseaba y (la situación es trivial, qué duda cabe, y por sabida pudiera omitirse) el que mantenía las formas. Pero esta escisión hizo crisis una tarde en el lavadero. Mauricio -el calor que aserraban las chicharras en el emparrado, la quietud del brocal y el pozo cubierto de un musgo verdinoso, secular, donde la caída de una piedra en las mansas aguas del fondo quebraría, tal vez, la imagen del rostro de una doncella ahogada cien años antes- se había quitado las charreteras y el corbatín, y, desnudo de cintura para arriba, la gorra en una mano y el sable de gala al cinto, se acercaba al pozo para refrescarse. Beatriz, apoyada en el pretil...

Los pupitres de la Academia tenían en el centro una carpeta negra, rectangular, con un cartabón, una escuadra, un compás, la escribanía dorada con un emblema, el tintero y la plumilla. Las pizarras -verdes, lisas- entregaban con el hieratismo de su encarado los difusos ángeles de tiza que desfilan al fondo de los sueños adolescentes: en el recuerdo, los guarismos se han animado. Tendida en la hierba, en el cegador y lóbrego mediodía, las piernas abiertas como en crucifixión y la falda verde subida hasta la cintura -porque hubiérase dicho que un extraño vendaval la derribó en este trance: inmolada, no vencida-, Jane se mordía los labios y sus uñas pintadas de rojo oprimían a intervalos regulares las puntas de sus pezones. Tengo esta imagen y no sé de dónde la tengo: un fogonazo se produce en la memoria, y volvemos a vivir una escena que no recordamos haber vivido. Las escenas vividas -es curioso- rara vez se fijan en la memoria con esa precisión que caracteriza a las que desde el sueño y sus bosques de olmos inmemoriales nos asaltan. Fue a la salida de la fiesta de cumpleaños que daba el hijo del federal. Warren llevaba abierto el cuello de la camisa; y la corbata, floja y torcida... le veo aún.