Image: Martin Amis. El escritor inglés pone en solfa a la crítica literaria

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Novela

Martin Amis. El escritor inglés pone en solfa a la crítica literaria

Contra la banalidad

16 mayo, 2001 02:00

Martin Amis (Oxford, 1949), el narrador británico más controvertido y popular de nuestros días, acaba de reunir en La guerra contra el cliché los artículos y críticas literarias que ha escrito a lo largo de treinta años. Sin desperdicio. "La crítica literaria, escribe, fue un tiempo una labor de elite. Ahora todos somos críticos literarios, y en esta nueva democracia el talento y la integridad salen perdiendo". Un artículo contra la banalidad y los clichés de la pluma, la mente y el corazón, en versión de Jesús Zulaika.

Hubo un tiempo en que "Literatura y Sociedad" era una frase tan utilizada por todo el mundo que incluso llegó a ganarse una abreviatura: Lit & Soc. Y -creía recordar- esta Lit & Soc suscitaba en mí un entusiasmo que venía de muy lejos. Al acometer con suficiencia una nueva recopilación de mis escritos y críticas -La guerra contra el cliché-, planeaba reunir mis trabajos sobre Literatura y Sociedad (artículos sobre F. R. Leavis y Lionel Trilling, y sobre figuras menores tales como Ian Robinson y Denis Donoghue). Pero tras revisar los apretados originales apenas llegué a cosechar un puñado de trabajos, escritos todos ellos -detalle de mal agöero- en los primeros años de la década de los setenta (siendo yo, pues, veinteañero). Después de haberlos releído consideré la idea de añadir un bonito texto titulado algo así como "Literatura y Sociedad: un debate extinto". Pero al cabo decidí que más me valdría declarar este debate -el mío- igualmente extinto. Incluso los trabajos mismos me parecieron graves, presuntuosos, satisfechamente insulsos. La Lit & Soc, y ciertamente la crítica literaria, era algo pasado y muerto. Aquel tiempo se me antoja hoy irreconocible, remoto. Tenía un empleo en el Times Literary Supplement. Ya entonces percibía discrepancias al participar en las reuniones editoriales (preparatorias, tal vez, de un número especial sobre Literatura y Sociedad) con una melena hasta los hombros, camisa de flores y botas tricolores hasta las rodillas (si bien perfectamente ocultas por los tipis gemelos de mis pantalones acampanados). Mi vida privada era bohemia-de-clase-media (hippie y hedonista, si no cándidamente libertina); pero, en lo tocante a la crítica literaria, yo era un ser enormemente ético. Leía continuamente, en el metro, en la calle, en todas partes. Siempre tenía a mano mi Edmund Wilson, o mi William Empson. Me tomaba la literatura con mucha seriedad.

Todos lo hacíamos. No parábamos de hablar de crítica literaria. Nos pasábamos el día en pubs y cafés hablando de W. K. Wimsatt y G. Wilson Knight, de Richard Hoggart y Northrop Frye, de Richard Poirier, Tony Tanner y George Steiner. Debió de ser en uno de esos locales donde mi amigo y colega Clive James formuló por primera vez la idea de que, mientras la crítica literaria no es esencial para la literatura, ambas son esenciales para la civilización. Todo el mundo estuvo de acuerdo. La literatura -razonábamos- era la disciplina nuclear; la crítica literaria, al crear un espacio en torno a la literatura y, por ende, contribuir a un mayor ensalzamiento de ésta, exploraba y popularizaba la importancia de tal nuclearidad. Los primeros años de la década del setenta -debería añadir- vieron la gran controversia en torno a las Dos Culturas: Arte versus Ciencia (o F. R. Leavis versus C. P. Snow). Y lo más fantástico de aquel momento cultural fue quizá el hecho de que el Arte parecía ir ganando la partida.

Los historiadores de la literatura llaman a esta época la Era de la Crítica. Se inició -me permito aventurar- en 1948, con la publicación de Notas para la definición de la cultura, de Eliot, y La gran tradición, de Leavis. ¿Qué fue lo que acabó con ella? La respuesta más cruda se resumiría en una sola palabra de cuatro letras: OPEP. En los años sesenta se podía vivir con diez chelines a las semana: uno dormía en los suelos de los apartamentos de la gente y vivía a costa de los amigos y se ganaba unos cuantos cuartos... con la crítica literaria. De pronto, sin transición, el autobús costaba diez chelines. La subida del precio del petróleo, y la inflación, y luego la estanflación, pusieron de manifiesto que la crítica literaria no era sino una fruslería más de las muchas de la clase ociosa, y que podíamos muy bien prescindir de ella. Bien, ésa era la impresión general. Pero hoy parece claro que la crítica literaria se hallaba fatal y congénitamente condenada. Explícitamente o no, se había basado en una estructura escalonada y jerárquica (y tenía que ver con la elite del talento). Y tal estructura se vino abajo tan pronto como las fuerzas de la democratización asestaron al unísono el empujón siguiente.

Estas fuerzas -con mucho las más poderosas de nuestra cultura- han seguido empujando. Y hoy día tropiezan con una barrera natural. Algunos de los reductos, es cierto, han resultado expugnables. Uno puede hacerse rico sin tener ningún talento (gracias a las diversas loterías y botes acumulados). Uno puede hacerse famoso sin tener talento alguno (rebajándose a participar en algún concurso maratoniano y estúpido; una clara mejora del más veterano método de matar a una celebridad y heredar su aura). Pero uno no puede convertirse en talentoso sin tener talento. El talento, pues, debe desaparecer.

La crítica literaria, en la actualidad casi enteramente relegada al ámbito universitario, arremete contra el talento arremetiendo contra el canon. El ascenso académico no vendrá, pues, de ningún respetuoso estudio de la poética de Wordsworth; vendrá de algún provocador ensayo sobre su política -su actitud hacia los pobres, pongamos, o su "valorización" inconsciente de Napoleón-; y vendrá aún con mayor celeridad si uno ningunea a Wordsworth y entroniza a alguno de sus (justamente) olvidados contemporáneos, proceso a través del cual se podrá ir minando de forma callada y tenaz el canon. Una breve consulta a Internet nos mostrará que, entretanto, al otro extremo del espectro, todo el mundo se ha convertido en crítico literario -o en reseñador de libros, cuando menos.

La democratización ha traído aparejado un logro inalienable: la igualdad de los sentimientos. Creo que fue Gore Vidal el primero en decir esto, y lo dijo no tanto con ironía cuanto con vivaz escepticismo. Dijo que, en la actualidad, los sentimientos de unas determinadas personas no son más auténticos, ni, por tanto, más importantes que los de cualesquiera otras. Tal es el nuevo credo, el nuevo privilegio. Un privilegio ejercitado con prodigalidad en la actual crítica de libros, bien en la web o bien en las páginas literarias. El crítico tolera con calma la llegada de una nueva novela u obra de otro tipo, y se apresta a leerla a la defensiva, y luego ve cómo le "cae" lo que ha leído. Si le "cae" bien o le "cae" mal. El resultado de tal "caída" integrará los datos de su crítica, sin referencia alguna a lo que hay "detrás". Y lo que hay detrás, me temo, es el talento, y el canon, y el corpus de conocimientos que llamamos Literatura.

Probablemente algunos lectores estén sacando la impresión de que a mi juicio tal evolución debe deplorarse. No es así. Deplorar el presente, deplorar la realidad, es el colmo de lo inútil. Se diga lo que se diga de él, el presente es ineludible. Y nosotros, en los años setenta, solíamos ser ridículos, con nuestras Falacias y nuestros Siete Tipos (la intensidad acosada de Leavis era asimismo ridícula; su creciente confusión, sin embargo, le llevaría a proclamar como modelo de cordura a D. H. Lawrence). El igualitarismo emocional, por ejemplo, resulta algo difícil de atacar. Lo respeto y me inclino ante él, en cierto modo, pero creo que despide el pálido fulgor de lo ilusorio. Es utópico, lo cual quiere decir que no se puede esperar que la realidad acabe sancionándolo. Además, estos "sentimientos" raras veces se hallan exentos de adulteración. Son mixturas de las opiniones gregarias y de las ansiedades y vanidades y susceptibilidades sociales (amén de las muchas otras cosas que conforman nuestro ser).

Una de las vulnerabilidades históricas de la literatura como objeto de estudio es el hecho de que jamás haya parecido una disciplina "excesivamente difícil". Esto tal vez coja de nuevas a la encorvada figura del reseñador de libros o el crítico literario, pero es cierto. De ahí las diversas tentativas de encumbrarla, de complicarla, de sistematizarla. La interacción con la literatura es fácil. Cualquiera puede bajar a la palestra, porque las palabras (a diferencia de las paletas y los pianos) llevan una doble vida: todos tenemos capacidad para emplearlas. No es sorprendente, por tanto, que las sensibilidades individuales desempeñen un papel harto importante en esto; no es sorprendente, tampoco, que esta disciplina se haya prestado más fácilmente a la democratización que, por ejemplo, la química o el griego antiguo. A la larga, empero, la literatura se resistirá a la igualación y volverá a la jerarquía. No por decisión de algún esnob de las bellas letras, sino por decisión del Juez Tiempo, que incesante-mente separa a quienes duran y a quienes pasan.

Permítaseme proponer un símil. La literatura es un gran jardín que siempre está ahí: a disposición de todos y abierto las veinticuatro horas. ¿Quién lo cuida? Los viejos guías turísticos y los silvicultores y los guardas y los malhumorados cuidadores con sus monos de sarga empapados de sudor se han ido extinguiendo. Si hoy hemos de ver a un funcionario, a un profesional del ramo, probablemente veremos a un tipo ceñudo de bata blanca, cuyo cometido será talar un bosque o decapitar un pico. El público deambula por ese medio natural con sus "ooohhhs..." y sus "aaahhhs...", sus gruñidos y sus mofas, sus millones de opiniones. Deambula y da de comer a los animales, pisa la hierba, invade los parterres. Pero el jardín jamás resulta dañado. Es, por supuesto, el Edén: no le afecta la Caída y no necesita que lo cuiden.

Ruego a los lectores de mi libro que echen un vistazo a las fechas que encontrarán al pie de cada artículo, pues abarcan un período de casi treinta años. Uno espera ganar en calma y seguridad con el paso de los años; y sin duda se hace (o parece hacerse) más benévolo, mediante el sencillo recurso de orillar aquello que sabe que no va a entusiasmarle. Disfrutar con el insulto es una corrupción del poder propia de los jóvenes. Uno pierde el gusto de insultar a quienes escriben cuando cae en la cuenta de cuán denodadamente lo intentan, de lo mucho que les importa, y de lo larga e intensamente que recuerdan (Angus Wilson y William Burroughs hubieron de cargar con mi animadversión -y sin duda con la animadversión de otros- hasta la tumba...). Me sorprende también cuán duro fui a veces con escritores que (me daba la impresión, equivocadamente) trataban de influenciarme: Roth, Mailer, Ballard.

Uno aporta citas. Las citas son la única prueba concluyente de que dispone el crítico literario. O casi concluyente. Sin ellas, en cualquier caso, la crítica no es sino un monólogo inane. Para mortificación de los imperialistas de la crítica literaria (en especial de I. A. Richards), no existe modo alguno de distinguir lo excelente de lo que no lo es tanto. Ni los más competentes críticos literarios del planeta poseen un utillaje capaz de dilucidar, por ejemplo, si "Pensamientos a menudo demasiado hondos para/ las lágrimas" es mejor que "Cuando de súbito vi una muchedumbre."

Y, en caso de que pudieran hacerlo, tendrían que empezar por decir que la primera fase contiene una partícula expletiva [Thoughts that do often...] inserida en el verso por razones de metro. Las citas son lo único que tenemos. Una idealización: toda escritura es una campaña contra los clichés. No sólo los clichés de la pluma sino los clichés de la mente y los clichés del corazón. Cuando mi crítica es adversa, normalmente cito clichés. Cuando es elogiosa, tiendo a citar las cualidades opuestas: frescura, energía, reverbero de la voz.