Image: Que no se entere Mendoza

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Novela

Que no se entere Mendoza

Trinidad Ardura

23 mayo, 2001 02:00

Debate. Madrid, 2001. 223 páginas, 2.500 pesetas

Hay novelas que le agarran a uno por su simplicidad. No es que sean mejores o peores que otras de asunto más refinado o dadas a las figuras retóricas. Es otra cosa: es la capacidad de seducir por medio de un mundo de apariencia elemental y transmitido con sencillez. A esta categoría pertenece Que no se entere Mendoza, de Trinidad Ardura.

De entrada, resulta grato que la autora se atreva a rescatar ese ámbito rural cada día más dejado de la mano de nuestros autores por culpa de un monótono predominio de la llamada novela urbana. Ardura recrea la vida en un lugar imaginario, Llamas, pero no inventado ni fuera de un contexto espacio temporal concreto: es un pueblo a cuarenta kilómetros de Oviedo y la anécdota avanza entre ecos de graves conflictos mineros no lejanos.

Muchas de las notas del relato tradicional ruralista marcan la novela: primitivismo, violencia, aislamiento, pobreza. Sin embargo, adquieren un aire novedoso al encarnarse a través de una familia cargada de rasgos singulares: las figuras de las abuelas vigilantes, de la madre sufrida y "asilvestrada", de hermanos contrapuestos, del atrabiliario padre.

Novela en buena medida de personajes, con tipos suficientemente atractivos, destaca entre ellos el último, el temible padre, el enigmático Mendoza a cuyo imprevisible comportamiento alude el título del libro. Mendoza pertenece a esa dinastía muy barojiana de emprendedores algo visionarios: solo que aquí la autora lo dota de un aire fantasmal; más que una presencia es una sombra y de esa atinada presentación se derivan efectos novelescos fructíferos. También la atmósfera, cargada de sucintas notas imaginativas y líricas, dota de personalidad a un pueblo que, por otra parte, tiene algo de civilización en trance de desaparecer, de fin de época.

La historia -o historias: más bien suma de episodios relativos a comportamientos de la familia- la cuenta en primera persona la propia protagonista. Adopta la perspectiva de un narrador adulto, pero se deslizan de continuo percepciones que rescatan un punto de vista más ingenuo. Y lo hace con una lengua de frase corta, comunicativa, cuidada y con algunas pinceladas de coloquialismos eficaces.

Infancia y niñez, escuela y aprendizaje en la vida van hilvanando el sucederse de los años en Llamas. El documento colectivo y el retrato familiar valen por sí mismos, pero más como telón de fondo de un relato iniciático, el acceso a la madurez de la chica. La trayectoria se prolonga hasta los veintipocos años de ella y así entran pasajes de la educación universitaria en la capital y el momento decisivo en el que se opta por una ocupación laboral. Una historia completa, pues, de maduración en la cual han ido entrando todos los factores de la vida común y que se cierra con un desenlace entrevelado que afecta a Mendoza.

El logro de una atmósfera para el pueblo me parece lo mejor de la novela: en ella fraguan tipos curiosos, anécdotas interesantes, realismo potenciado por la imaginación y mirada crítica de ese mundo que se desmorona. Si la novela hubiera terminado ahí, habría ganado. Pero Ardura ha querido darle un mayor vuelo argumental y eso la estropea. Las escenas ovetenses pagan tributo a un costumbrismo convencional y alguna situación baja la guardia de la vigilancia exigida por un relato de corte esencialista.

Que no se entere Mendoza produce una impresión general positiva. Las reservas señaladas se compensan con logros considerables: Ardura dota a su historia de una plena sensación de autenticidad.