Image: El dibbuq

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Novela

El dibbuq

Leopoldo Azancot

11 julio, 2001 02:00

Pre-Textos. Valencia, 2001. 278 páginas, 2.750 pesetas

Le respaldaba una larga y reconocida trayectoria como crítico cuando Leopoldo Azancot dio el salto a la creación con La novia judía (1977). Fue el inicio de una obra amplia de títulos vinculados por una sólida concepción de la novela de signo reflexivo.

Se trata de una narrativa independiente con preocupaciones temáticas peculiares que comparte un intenso trasfondo de pensamiento. A la vez, consigue auténtica encarnadura novelesca gracias a los densos conflictos que afectan a los personajes y a la plasticidad con que recrea tiempos pretéritos, emplazamiento frecuente de sus argumentos.

De este modo, la obra de Azancot tiene un doble nexo de unión. Uno radica en el gusto por el relato histórico. Otro consiste en el tratamiento preferente de unas cuantas cuestiones: el amor, el judaísmo, la verdad o la libertad. Todo ello, prueba de la profunda unidad interna de su escritura, aparece en El dibbuq
.
En las primeras líneas de la obra se aclara el significado de la extraña palabra que figura en la cubierta. Es un concepto de la religión judaica y designa el fenómeno por el que el alma de un muerto invade el cuerpo de un vivo y pugna por hacerse con el control de la conciencia de la persona invadida. Uno de estos casos de posesión se da en Toledo a principios del siglo XV. Un hombre con tendencias místicas, Azriel, fue el invadido y un rabí sabio, Eliezer, acude a la ciudad para exorcizarlo. La anécdota avanza con el buen ritmo de un relato de suspense, basado en llamativas sorpresas, y en la pericia analítica del rabí, especie de detective culto y prudente. Hay, así, en El dibbuq una novela de acción y misterio que puede contentar a quien sólo desee dejarse llevar por la peripecia externa del enloquecido Azriel. Pero incluso esta aproximación a la obra añade el complemento de un retrato de época animado por el colorido de la ciudad imperial.

Ambos acercamientos resultan todavía parciales porque El dibbuq se proyecta con una ambición mayor que indaga en las conciencias, y no en una dirección única. Por una parte, es un relato acerca de las formas profundas de entender la religión que trata también del ansia de trascendencia. Por otra, enfrenta una historia de amor en sus variantes de abnegación, engaño y egoísmo.

Como se ve, estamos ante una obra compleja en la que el autor se enfrenta a múltiples retos, pues tiene tanto que forjar personajes que respondan a esas ambiciones como insertar una materia discursivo-religiosa sin merma de lo novelesco. Y tiene que encontrar un estilo convincente que se avenga lo mismo a la condición histórica del relato que a su cualidad especulativa. Azancot toma una decisión que impregna toda su fábula, la de alejarse del naturalismo expresivo. Al revés, se decanta por una lengua culta que afecta al narrador y a los personajes. Ello produce extrañeza, pues hallamos duros cultismos.

Sucede que toda la novela está filtrada por una conciencia lingöística que se sitúa por encima de la anécdota. Con ello vamos a parar a la voluntad última del autor: dar cauce fabulado a unas inquietudes especulativas que tratan de las creencias, el misticismo y el amor sin ocultar su base reflexiva. Esta cercanía de ficción y pensamiento produce una literatura exigente, y ajena a las modas, que, sin dejar de entretener, se vuelca en una problemática intelectual y moral apoyada en la perspectiva del ensayo.